TURISMO
Pareja quiso probar si eran o no el uno para el otro y se fueron a la deriva, sin internet y sin redes sociales
La historia de Miguel y Claudia en el Océano Pacífico y la Polinesia Francesa
Luego de dos años de relación las campanas de boda comenzaron a sonar. A modo de acto de escapismo decidimos hacerlo al revés y celebrar primero una luna de miel un tanto particular: de mochileros, a destinos paradisíacos e insólitos, y durante medio año. Claudia soñó que visitaba una isla de Fiji y yo quería hacer un viaje en velero —medio de transporte que me apasiona—, así que decidimos irnos a la Polinesia Francesa en barco desde Ecuador, donde residimos actualmente.
Ambos coincidimos en que sería una manera muy honesta y certera de ver hasta qué punto éramos compatibles. Si sobrevivíamos a un trayecto de más de 5.000 kilómetros sin Internet ni redes sociales ni ningún bar donde ahogar las penas, vivir juntos el resto de nuestras vidas sería algo muy sencillo.Al cabo de tres meses estábamos en el embarcadero de la isla Isabela, en las Galápagos, a un paso de subirnos a un catamarán de una pareja alemana que habíamos contactado por Internet.
Para hacerse rápidamente una idea: una travesía de estas características es como estar en una burbuja de plástico que flota sobre un desierto de agua, sin rastro de civilización en miles de kilómetros.Desde el primer instante, Claudia desplegó su arrollador optimismo, colaborando en todas las tareas, haciendo bromas, todo iba genial. A los 10 días de travesía desapareció el viento y estuvimos prácticamente tres jornadas arrastrados solo por las corrientes. Comencé a angustiarme mucho, los equipos de navegación indicaban que a esta velocidad nos quedaban 40 días de travesía… ¡no íbamos a llegar nunca! Me dieron dos ataques de ansiedad, no podía respirar, maldecía mi suerte, me sentía preso de una pesadilla. Literalmente toqué fondo.
Claudia en ningún momento perdió la calma. Al revés, me ponía música de relajación, me acariciaba el pelo y me animaba. Nunca olvidaré cuando me cogía la mano en el camarote mientras el barco daba bandazos de un lado a otro. En medio de mi tormenta interior ella era el faro que me iluminaba. Volvió el viento y con él mi cordura. Todavía quedaban unos 3.000 kilómetros. Teníamos que aprender a lidiar con toneladas de tiempo libre; nos quedábamos durante horas y horas contemplando las olas —no siempre había que hablar—, nos inventábamos personajes cómicos y los poníamos en situaciones divertidas, por las mañanas hacíamos deportes —sin mucho éxito—, conversábamos bastante de nuestras respectivas infancias. Fue un proceso de viaje a territorios de mi niñez que creía olvidados.
A los 15 días de travesía, Claudia comenzó a sentirse mareada, muy mareada. Todo lo que comía la enfermaba y se encontraba muy débil. La angustia de estar en medio de la nada también le pasó factura. En ese momento recogí la posta. El resto del viaje yo hice sus guardias nocturnas (estar en la zona de mandos tres horas en la noche cada día), cocinar, limpiar los platos, leerle relatos… a veces me los inventaba. Hice lo posible para que se sintiera mejor. Luego de 23 días, algunos kilos de menos y algunas lágrimas de más, avistamos tierra.
La adversidad más extrema, mucho más de lo que pensaba, hizo que Claudia sacara lo mejor de ella. Jamás me recriminó el haberla metido en esa historia, jamás me dio un gesto desagradable; todo en ella emanaba nobleza y altura de espíritu, fue una gran maestra del viaje, que a fin de cuentas no dejaba de ser una metáfora de la vida.Llegamos a Hiva Oa, la isla donde el pintor Paul Gauguin pasó sus últimos años; un lugar maravilloso habitado por personas que llevan todo su cuerpo tatuado, coronas de flores en sus cabezas y tocan el ukelele. Allí dejamos ese barco y permanecimos varios días acampando.
Claudia habla perfectamente francés y eso fue de gran ayuda. Se movía con una excepcional soltura, se ganaba a todos los que conocíamos y yo no dejaba de estar más y más fascinado con su espontaneidad. En el archipiélago de las Marquesas vivimos experiencias únicas. A cada paso que dábamos teníamos la certeza de estar viviendo una aventura en mayúsculas. Encontramos otro barco de un noruego con el que recorrimos durante dos meses la Polinesia; el viaje más apasionante que hemos realizado hasta la fecha. El 8 de julio (esto fue en 2016) era su cumpleaños. Pasamos la noche en una carpa en la isla Mo’orea, en una playa de arena blanca, aguas cristalinas y un fondo marino rebosante de vida acuática. En la lejanía se divisaba la isla de Tahití. Cenamos risotto de paquete y bebimos vino francés bajo la luna llena. Allí mismo le propuse matrimonio, de rodillas, con un anillo de perla negra tahitiana. El pasado 2 de septiembre nos casamos; ya estamos orquestando una nueva luna de miel de otros seis meses.
Texto: Miguel Ángel Vicente de Vera
Periodista de viajes y cronista español. Colaboró con Condé Nast Traveler, Vice, El País y SoHo, entre otros medios.
Artículo originalmente publicado en la edición 57 de la revista Avianca