TURISMO
Turismo en Abu Dabi: donde todo lo que brilla sí puede ser oro
En Abu Dabi todo es más rápido, más alto y más deslumbrante cada día. Donde no había nada hace 50 años, hoy solo basta desear el mejor museo del mundo, unos rascacielos de película de acción o un circuito de Fórmula 1. Todo se hace realidad en el desierto.
Dentro de una modesta tienda de campaña, en estas playas blancas del golfo Pérsico —ardientes con uno de los últimos soles de septiembre— dos pastores de camellos nos sirven poderosos vasos de café árabe y nos ofrecen dátiles tan brillantes y relucientes como los que inspiran los candelabros de cristal de la Gran Mezquita de Sheikh Zayed en Abu Dabi. Así fue, durante siglos y hasta no mucho antes de que yo naciera, la hospitalidad beduina.
Pero hoy, en la capital de los Emiratos, donde lo novedoso mana, este es un cuadro excepcional, una regresión, el verdadero momento para Instagram: luego de 50 años de riqueza y ostentación, el pasado es una anécdota y la vida transcurre en una ciudad que parece brotar del inmenso desierto, todos los días más deslumbrante, al frotar la lámpara de los deseos.
Asombra el solo hecho de pensar que la alfombra con figuras de flores en tonos verdes y rojos de la Gran Mezquita es la más grande del mundo, que pesa 35 toneladas y que entre el patio lleno de mosaicos de hojas y los recintos abovedados de Sheikh Zayed se pueden reunir 40 mil fieles flanqueados por los cuatro minaretes y por incontables arcos y cúpulas. Pero asombra aún más que semejante monumento a la espiritualidad musulmana se levantó en diez años y se terminó de construir hace apenas una década.
Que la primera cancha de tenis en la ciudad, la cual vemos a bordo de un carrito de golf, está en un hotel que abrió en 2005 y que muy cerca pasa lo mismo con un impecable campo de fútbol promovido por el Manchester City, el popular equipo de la Liga Premier de Inglaterra. Hoy, sin embargo, los más sorprendidos han sido mis interlocutores. Antes de ir a la carpa en la arena y de encontrar sus cojines a la entrada, antes de sentir el vapor del café árabe, le había dicho a uno de los empleados del hotel que quería experimentar la cultura tradicional que precedió al florecimiento económico de los Emiratos Árabes Unidos.
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Se mostró confundido, no porque buscara la cultura, sino porque quisiera caminar. Puso una botella de agua en mis manos y me presentó a un conductor que saludó mientras lo descifraba entre la humedad que cubrió repentinamente mis gafas de sol en cuanto puse un pie afuera.¿Caminar en Abu Dabi? Eso no está bien visto Así, pues, que si la historia está cerca en el tiempo —y no muy lejos en las orillas del golfo—, es el futuro, el potencial futuro de Abu Dabi lo que está en boca de todo el mundo y de las maneras de vivir. Uno podría disfrutar, a lomo de camello, de un trote sobre las playas ardientes, pero las gentes de acá prefieren probar a fondo y pilotear sus vehículos Aston Martins en el Yas Marina, el circuito que recibe, cada año, en noviembre, al Gran Premio de Abu Dabi de Fórmula 1.
Es un éxtasis el gesto beduino que envuelve el café hirviente mientras disfrutamos de la brisa frente a esta entrada del mar que recuerda el nombre del antiguo Imperio persa. Las elegantes mujeres de Abu Dabi, sin embargo, suelen optar por otra cosa: con sus zapatos Manolo Blahnik en satín y decorados con joyas asomándose bajo sus abayas —las largas túnicas—, toman sus capuchinos en Le Café mientras escuchan, en cambio del golpeteo de las olas, un trío de violinistas de Europa del Este cuyo repertorio, la banda sonora de Game of Thrones, llena el atrio del lujoso hotel Emirates Palace y se eleva hasta el domo que lo cubre. Incluso allí, impresa en cada menú, está la opción de elegir entre futuro y pasado: uno de los capuchinos del lugar está hecho con leche de camello, acompañado de un chocolate con la forma del animal, mientras que la otra alternativa se presenta con una decoración de virutas de oro de 24 quilates.Aquí lo que brilla, todo lo que brilla, puede ser oro.
A medida que el camello se desplaza por la orilla, imagino las tierras de los antiguos beduinos. Abu Dabi significa, según se nos explica, ‘Padre de las gacelas’ y se dice que, en el siglo XVIII, un cazador siguió a un ciervo hasta un manantial de agua. El descubrimiento de la fuente fue el origen del asentamiento en lo que seguramente tenía la forma de un bello oasis. Pero la imaginación se corta al levantar la mirada y da paso a la ambición materializada, a la fantasía terrenal, a retos que a cualquier humano le hubieran parecido delirantes hace poco.
Aunque el diseño mismo del Emirates Palace no se eleva como una torre sino que se expande, su estructura de granito y piedra refleja el espectro completo de las arenas de los siete emiratos. A la distancia, el horizonte lo cortan los cinco rascacielos que componen las torres Etihad, elevándose cada una más cerca del Sol que la anterior. Son las mismas torres que hicieron historia en el cine cuando Vin Disel, en Rápido y furioso 7, salta de un edificio al otro manejando su fantástico Lykan Hypersport de tres millones de dólares. No llegó propiamente a pie.
Frotar la lámpara puede traer lo mejor de cada lugar y ponerlo aquí en frente de la tradición. A la entrada de las torres Etihad, está Manwa Chocolates, una idea local aunque el cacao es importado desde Hawái e interviene la cadena Godiva. Mohammed Hilal, antiguo piloto de Emirates, entendió que los nativos apreciarían los sabores de su pasado gracias a un poco de mercadeo. Manwa se inspira en las constelaciones que aparecían a los ojos de los beduinos para crear costosas colecciones de chocolates rellenos de ingredientes locales —pistachos, café, azafrán y dátiles—, todos envueltos en el dorado, azul y negro de la noche árabe.
Abu Dabi se relaciona con su historia si le resulta deliciosa. La cocina de los Emiratos carece de ese toque mágico y para los adultos jóvenes de la ciudad de la fantasía, comida local es igual a comida internacional. El restaurante Mezlai sirve, por ejemplo, vieiras rostisadas con moghrabieh o lo que los meseros llaman ‘el risotto del Medio Oriente’. Se trata del cuscús libanés, una delicia que se derrite en la boca, pero que no es popular: al lado está el risotto ‘verdadero’ cocinado por chefs con estrellas Michelin, abundantes en la ciudad. ¿Por qué terminar tu cena fumando narguile cuando te puedes ir al segundo piso del hotel y fumarte un cigarro con un whisky más añejo que cualquier cosa que te rodea? Mejor celebrar las delicias de Escocia y Cuba que los platos asociados más con la supervivencia que con el placer.
No siempre la riqueza vino del petróleo. Lo recuerdan las mismas playas. Hoy, donde estuvo la primera marina de Abu Dabi, los yates extranjeros se amarran en lo que alguna vez fue el hogar de los buscadores de perlas, responsables del boom económico que precedió al combustible. Entonces, miles de pobladores se dirigieron al golfo con un gancho en la nariz y exploraron el lecho marino sacando sus blancas riquezas. De las perlas, hoy, solo queda la leyenda empaquetada no en forma de chocolate, sino de parque de diversiones.
Yas Waterworld la recuerda en cada una de sus atracciones.Pero es mucho más lo que se puede pedir en cada deseo. Lejos de los rascacielos y en las islas vecinas, en la de Saadiyat específicamente, está nada menos que el Louvre, la primera sede internacional del icónico templo parisino de la historia del arte y otro paso más al futuro —y al pasado—. El museo es tan amplio, que será una ciudad-museo, toda cubierta por una cúpula plateada. Este domo se compone de ocho capas con un patrón de ocho mil estrellas silueteadas para cuando el implacable sol las atraviese. Cerca de la mitad de sus edificaciones están dedicadas al arte y, aunque la nación evita los retratos desnudos, contará con paisajes de Paul Gauguin y Piet Mondrian.
Algo me llama la atención al volver, ya en el carrito de golf y con el recuerdo persistente de la carpa en la playa. En pabellones y jardines, trabajadores extranjeros quitan la maleza entre los pastos. No es tan inusual el verde, me cuentan, aunque tengo la impresión de estar en un sofisticado y lujoso castillo de arena más grande que la vida misma. Finalmente, antes de la arena y el petróleo, también hubo bosques, no solo un pequeño oasis que dramatice la historia del ciervo. Pero si hoy, para mantener el verde, hay que innovar en irrigación o ‘sembrar’ las nubes desde los aviones, no hay inconveniente. Basta con frotar la lámpara. Al fin y al cabo, aquí, el pasado y el futuro se funden en una deslumbrante ilusión.
Adam Robb @livevicariousEscritor y fotógrafo estadounidense. Su trabajo ha aparecido en T Magazine, de The New York Times, Travel + Leisure y WSJ Magazine, del Wall Street Journal.
Artículo publicado originalmente en la edición 54 de la revista Avianca