TURISMO
Una mirada a Estambul: Santa Sofía y el Bósforo, que separa a Europa de Asia, entre sus múltiples atractivos turísticos
Inventada y reinventada, milenaria, asiática y europea, secular y religiosa, asediada... monumental. Pocos lugares, en verdad, combinan tantas huellas de tiempos y culturas como Estambul. Aquí, una mirada desde sus barrios, sus puertos, el olor de su café en el mercado.
Candan Yenigün, profesora de colegio, vive en el lado asiático de Estambul, en Turquía, y a menudo toma un ferri para visitar a sus amigos en la costa europea. El viaje por mar, a través del Bósforo, le resulta relajante, único, en una ciudad famosa por la congestión. Un consejo suyo puede cambiar la travesía: hay que asegurarse de comprar algún simit, un pan circular de sésamo tradicional para los estambulíes hambrientos, antes de abordar“. Puede probarlo –dice–. Pero lo singular es sentarse en la parte de afuera del ferri y compartirlo con las gaviotas”. La imagen, de hecho, es singular. Las aves acuáticas de Estambul son insaciables y escoltan los botes durante el viaje de 20 minutos a través del estrecho, atrapando trozos de simit en el aire con una agilidad y precisión asombrosas. Los turcos se confunden cuando algunos extranjeros les hablan de un “río”.
Este no es el Sena o el Támesis. Es el mar. En turco la palabra para Bósforo es Boaz, ‘la garganta’, una de 32 kilómetros de giros y vueltas, una estrecha línea de agua que conecta al mar Negro con el mar de Mármara. Allí es donde los cartógrafos decidieron que Asia debía acabar y Europa, comenzar. Y por allí, por el mar, es por donde quizá mejor se puede apreciar la silueta de un ícono fascinante: Santa Sofía –Hagia Sophia–, la iglesia de la sagrada sabiduría, al lado de una península. Estambul es una ciudad para reinventarse y Santa Sofía lo evidencia. El edificio ha sobrevivido a varios terremotos. En el año 558, una gran parte de su domo tuvo que ser reconstruida.
Pero hoy, también, está en el corazón de las fallas políticas y religiosas turcas. La magnífica iglesia que se convirtió en grandiosa mezquita es ahora un museo. Así lo ha sido desde 1934, cuando el gobierno de Kemal Atartuk abolió las oraciones musulmanas de Santa Sofía y la declaró como un museo símbolo de su compromiso con una sociedad secular y de orientación occidental. Los islamistas sintieron esta decisión como una herida, una negación de la identidad. “Entremos sin nuestros zapatos”, trina una persona en Twitter, con la imagen de un grupo de hombres sosteniendo su calzado en las manos en la mitad de Santa Sofía. Quitarse los zapatos es un acto religioso de respeto que se realiza antes de entrar a las mezquitas, donde los pisos están cubiertos de pared a pared con alfombras duras.
Caminar dentro de un museo con los pies descalzos, en medias, sobre sus piedras antiguas y frías es una forma particular de protesta que solo los estambulíes entenderían sin esbozar una sonrisa. Cuenta la leyenda que el 29 de mayo de 1453, cuando Mehmed II, sultán otomano, entró luego de un sangriento asedio a Constantinopla –como se llamaba la ciudad desde los tiempos del cristianismo romano– fue directo a Santa Sofía. Se arrodilló para tomar un puñado de tierra y lo roció sobre su cabeza. Fue un acto de humildad en la presencia de Alá antes de convertir la iglesia ortodoxa griega, la estructura abovedada más grande de su tiempo, en una mezquita. La herencia de las siete colinas Mehmed fue llamado por los turcos ‘Fatih, el Conquistador’, pero fue Constantinopla la que conquistó la imaginación otomana. Sus arquitectos erigieron grandes mezquitas, bajo la influencia hipnótica de Santa Sofía, con una sola enorme cúpula sostenida por otras más pequeñas en la ciudad de las ‘siete colinas’. Se diría que las siete colinas son las de Roma. Y es correcto. Como también lo constató el emperador romano Constantino en Estambul y como hoy se ve en los emblemas municipales del centro financiero y cultural de Turquía, en todos sus autobuses y en los tranvías. Pero al caminar por sus calles inclinadas se perciben muchas más que siete.
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El autor intelectual de esta idea fue Constantino, quien movió su capital en el siglo IV para salir de Roma hacia el oriente, hacia las costas del Bósforo en la famosa ciudad griega de Bizancio, como también se llamó Estambul. Constantino le cambió el nombre por Nova Roma e impuso el epíteto de siete colinas. Muchos turcos creen que Estambul es el nombre dado a la ciudad por sus ancestros. No están del todo en lo cierto. La palabra viene de una forma común para llamar a la ciudad en griego, is tin poli, la cual llegó a la lengua turca para convertirse en Estambul. Es descrita –se puede decir que hasta el agotamiento– como intersección entre Oriente y Occidente.
La historia de cambios de Santa Sofía captura esa idea en piedra y mortero, como el resto de la ciudad. La zona antigua, y sus centros culturales y financieros están en la costa europea. Es de esperarse que muchos visitantes no tengan el tiempo de cruzar al otro lado. Pero un viaje en ferri tiene sus propias atracciones, y disfrutar la vista de la ciudad desde el mar es solo una.
El cordero del mar
Comparado con el tumulto de Eminönü, el principal puerto cercano a los monumentos históricos de Europa, Kadiköy, desde donde embarcó la profesora Candan con su simit y su estela de aves, podría parecer a primera vista menos extraordinario. Sin embargo, en tiempos recientes, los hípsters de Estambul y una multitud de mente liberal han comenzado a crear una colonia allí, abriendo cafés artísticos y bares de rock“.
Ahora me siento más como en Europa –cuenta Candan–, aunque en el mapa estemos en Asia”. La aparición de estos recién llegados ha provocado tensiones típicas de las áreas gentrificadas. Hülya Samyeli, periodista nacida y criada orgullosamente en Kadiköy, está furiosa con el ritmo de dichos cambios. “Ya no puedo reconocer mi barrio –se queja–. Antes había filas de calles tranquilas”. Atrás quedaron los días cuando la mayor actividad en las calles era de niños jugando pelota y las damas de Kadiköy charlaban en las entradas de sus casas o camino al çarı, el mercado de Kadiköy. Ese es un lugar abundante, muy turco. Los puestos de comida rebosan del color de las frutas y verduras, mientras que los peces recién capturados brillan sobre exhibidores de madera. Hülya piensa que el mejor pescado en Estambul, si no del mundo, se encuentra allí.
El çarı de Kadiköy es un lugar ruidoso, pero a Hülya no le molesta esta cacofonía. Los vendedores de pescado gritan desde lo más profundo de sus pulmones: “¡Vengan hacia el cordero del maaar!”… Revelan inadvertidamente, quizá, que, incluso aunque la gente de Estambul ama a sus peces, el cordero Shish es el rey supremo en su corazón, aquella carne cortada en cubos que se pone en brochetas de metal. Las cafeterías baratas, alegres y dispersas, usan un método más sigiloso: preparan el café turco finamente molido, kahve, en un recipiente pequeño sumergido en arena caliente justo en frente de la tienda para que el aroma atraiga a los transeúntes. Es un café muy fuerte que se bebe en una taza pequeña, en la que se deja el sedimento.
Tradicionalmente, una comida se remata con un golpe de café; una idea tan arraigada en la mente de los turcos que la palabra para el desayuno es kahvaltı, que literalmente significa ‘antes del café’.
Una plaza, muchas voces
Los turcos están tan orgullosos de su kahve como de haberlo introducido a Europa. Incluso cuando los primeros cafés habían aparecido en El Cairo y Damasco, fue en Estambul donde la nueva bebida estalló en popularidad. Cómo llegó a Occidente es una conjetura, pero a los turcos les gusta creer la historia de austriacos tropezando con sacos de café que el ejército otomano había dejado tras el asedio de Viena. Lo que se sabe con más certeza es la impresión que dejó el asedio sobre un nuevo compositor austríaco de unos veinte años.
La marcha turca de Mozart es una interpretación sorprendentemente animada de la música militar otomana, que las bandas de jenízaros tocaban con tambores y címbalos para disciplinar a los soldados. Ahora, el Museo Militar, del lado europeo y no muy lejos de la arteria principal de la vida cultural estambulí –la plaza Taksim– organiza actuaciones con trajes tradicionales. Una de las calles más famosas de Estambul, la peatonalizada Istiklal Caddesi (avenida de la Independencia), comienza desde la plaza Taksim. Los edificios residenciales, algunos restaurados y otros descuidados, le dan el parecido más cercano con una capital europea. La plaza en sí es otra historia que atraviesa una enorme, y controvertida, transformación. Allí se levantan dos proyectos de construcción gigantes. Sena Altunda trabaja para la oficina de arquitectura de uno de ellos: un nuevo teatro de ópera reemplazará al antiguo. “La república secular eligió este rincón para un teatro de última generación, a finales de la década de 1960″, cuenta Sena.
El Centro Cultural Ataturk era un edificio modernista diseñado para que dominara la plaza como un símbolo monumental”. El Gobierno actual ha decidido demolerlo. El trabajo de construcción está en marcha para reemplazar el edificio emblemático con un nuevo complejo cultural, que promete ser aún más grande y mejor. “Prefiero salvaguardar que demoler. Sin embargo, por haber estado desgastado y abandonado durante más de 10 años, el edificio sufrió daños estructurales –dice Sena–. Será una conversación entre el pasado y el presente. Queremos ser fieles a la memoria, por lo que conservaremos la fachada de los años sesenta”. Justo al otro lado de la plaza, otro edificio se levanta luego de años de batallas jurídicas y debates. Es una mezquita en la plaza más llena de vida de Estambul. “La plaza Taksim tendrá dos edificios icónicos uno frente al otro; las arias de Mozart y el llamado del almuédano compartirán un solo espacio”. Los debates sobre la identidad religiosa y los valores occidentales no son nada nuevo en Estambul. Las fuerzas culturales que tiran son uno de sus encantos. Pero la reciente polarización en la sociedad turca ha sido una gran preocupación. Una vez más, la presión sobre Estambul la lleva a reinventarse.
Por: Emre Azizlerli, periodista turco. Trabaja para la BBC, en Londres. Ganador del premio de la Asociación Nacional de Periodistas de Turquía.
*Artículo publicado originalmente en la edición 60 de la revista Avianca.