TESTIMONIO
El año que pasé sin comprar nada
Una escritora decidió a finales de 2016 pasar 12 meses sin adquirir cosas materiales, excepto lo estrictamente necesario para sobrevivir. La experiencia le dejó sorprendentes enseñanzas sobre el manejo del dinero, y lo que realmente importa en la vida.
Si aún no ha decidido su propósito para 2018, la escritora Ann Patchett tiene uno para usted: no comprar nada material que no sea estrictamente necesario en los siguientes 365 días. Aunque las primeras reacciones de las personas ante una propuesta de estas gravitan entre el asombro y la incredulidad, Patchett lo califica como una vivencia “excelente”. Lo cuenta luego de haber recorrido el año que termina diciéndole no a todo tipo de adquisiciones, salvo las relacionadas con alimentos y otros artículos para subsistir. Ella recoge su experiencia en un artículo de su autoría publicado en el diario The New York Times.
La idea surgió a finales de 2016 cuando se enteró de que una amiga suya se había embarcado en una aventura similar. Al principio esta escritora de 54 años se sorprendió por la fuerza de voluntad y disciplina de ella. Pero cuando su amiga le dijo que no había sido tan duro como imaginó, decidió intentarlo. Esta escritora, reconocida por su novela La comunidad, recibió 2017 decidida a asumir ese gran reto. Pensó en solo excluir la ropa y los accesorios e ideó un plan en el que incluía pasar los siguientes 12 meses lejos de las páginas web, las vitrinas de ropa y los centros comerciales. Pensaba que si no veía nada, no se antojaría y por eso los catálogos con ofertas irían directo a la basura. Pero no había terminado el primer mes cuando llegó a su casa con un par de parlantes portátiles. “Me sentí estúpida. ¿No debería incluir en mi lista también a los aparatos electrónicos?”, dice en su artículo.
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En ese momento sintió que debía hacer una lista más seria de cosas para excluir. Pero al mismo tiempo pensó que el listado debería tener un balance entre despojarse de lo material sin caer en lo draconiano, pues los extremos podrían llevarla a colapsar a mitad de camino. Como resultado de ese análisis, excluyó todo excepto las compras en el supermercado, lo que implicaba comprar hasta flores, champú, tinta para la impresora y pilas, pero solo cuando se acabaran. También podía comer en restaurantes y comprar tiquetes aéreos. Aunque hubiera podido prohibirse los libros, no lo hizo porque como escritora y dueña de Parnassus, la única librería de Nashville, consideró que estos eran su fuente de negocios.
“Los primeros meses estuvieron llenos de grandes descubrimientos”, dice. Uno de ellos fue saber que necesitaba muchas menos cosas de las que creía. El día en que se le acabó el protector labial pensó que tendría que correr al supermercado para reemplazarlo, pero al buscar en sus cajones encontró no uno, sino varios que había dejado a medio terminar. También encontró perfumes viejos, cremas y jabones sin empezar que todavía servían y decidió usarlos todos.
Hubo pruebas difíciles como cuando se antojó de un Fitbit, aparato que monitoriza la actividad física de una persona. A diferencia de los modelos anteriores, este parecía una joya y además de eso no necesitaba conectarse a un teléfono inteligente. Durante cuatro días no dejó de pensar en él, a tal punto que llegó a creer que realmente lo necesitaba. Para resistir la tentación puso en práctica un consejo que sus padres siempre le trataron de inculcar de niña, que consistía en esperar. Ellos le decían que las ganas pasarían si ejercía ese control. Y así fue. “De repente ¡puf!, no lo quise más”.
Ni Tom Hanks logró descarrilarla de su meta. En septiembre recibió una invitación para entrevistar al actor acerca de su colección de historias cortas que se llevaría a cabo en octubre en frente de 1.700 personas en un teatro en Washington. En otro momento de su vida lo primero que habría pensado era que la ocasión ameritaba un nuevo traje y habría gastado cuando menos dos días en encontrarlo. Pero embarcada ya con más de ocho meses en este proyecto pensó: “Tom Hanks nunca ha visto ninguno de mis vestidos ni tampoco la gente en la audiencia. Fui a mi clóset, escogí una pinta acorde con el clima del día y la empaqué en la maleta. Solucionado”. Por esa época también consideró estar lo suficientemente fuerte como para salir de compras con su mamá y su hermana y resistir las ganas de probarse y obtener prendas nuevas. “Una vez uno le coge el tiro, ya no es difícil”, dice.
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La prueba de fuego, sin embargo, llegó cuando tuvo que comprar regalos para otros. Ella, que se define como una persona a la que le fascina regalar, decidió que solo daría libros, pues estaban excluidos de la lista. La norma funcionó hasta que la invitaron al matrimonio de su editor y Patchett no toleró la idea de darle un libro en una ocasión tan importante. Sin embargo, esa experiencia la hizo pensar en el concepto de estar dando regalos para demostrar afecto. “Eso tenía que parar. La idea de que nuestro afecto se manifiesta mejor con otro suéter es reduccionista”.
Como era de esperarse, el año trajo muchos aprendizajes. El primero, apreciar mucho más lo que otros le brindaban. En una ocasión le hizo un favor a un amigo y este le agradeció el gesto con un par de zapatos tenis. “Si hubiera estado comprando cosas como usualmente hacía, le habría dicho ‘no tenías que hacerlo’”. En esta oportunidad se lo agradeció de corazón.
Otra de las moralejas es que al ver que no podía comprar, se sintió viviendo en medio de la abundancia, y esa sensación le producía humildad, pero también tristeza. “¿Cuándo logré acumular tanto y quién podría necesitarlo?”. Para Patchett, cuando la gente deja de pensar en lo que quiere, se fija más en lo que los demás no tienen y esa sensación le generó mayor paz interior. De ahí a entender por qué muchas religiones piden a sus fieles abandonar la vida material, no había sino un paso. “Las cosas que compramos y compramos y compramos son como una capa gruesa de vaselina en un vidrio: podemos ver algunas formas, la luz y la oscuridad, pero en nuestra constante compulsión por tener lo que queremos perdemos los detalles de la vida”. Aunque lo que ahorró no se lo dio a los pobres, la autora señala que la experiencia le hizo ver el verdadero sentido del dinero, “como algo que ganamos y gastamos y guardamos para cosas que queremos y necesitamos. Una vez pasé esa etapa me fue más fácil dar el dinero a quien realmente lo podía usar”. Adicionalmente, de lo anterior, no comprar no solo le ahorró plata sino tiempo, el cual ella valora muchísimo. Además le dejó más espacio libre en el cerebro para dedicarse a otras cosas.
A pocos días de terminar su experimento, la autora quedó con la duda de si debía finalizarlo comprándose algo, tal como lo hizo su amiga cuando terminó el suyo con un abrigo negro que abotonaba hasta el cuello. Aunque es consciente de que el motor de la economía capitalista se prende gracias a las compras de personas que se antojan de cosas que no necesitan, decidió renovar su compromiso un año más. “Quién sabe cuánto más pueda durar”.
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Hace exactamente un año, recuerda Patchett, el millonario Donald Trump se preparaba para asumir el papel de presidente de su país, y la sensación que la embargaba en esas noches era de ansiedad. Para calmarse visitaba las páginas de las tiendas en su computador y miraba una foto tras otra: ropa, joyas, carteras, accesorios. “Estaba tratando de distraerme a mí misma, pero esa distracción me dejaba sintiéndome peor”. En esa época la pregunta tácita al ver las páginas era ¿qué necesito? La respuesta que ella da a esa pregunta hoy es “lo que necesitaba era menos”.