Testimonio

“Luché la tercera guerra mundial contra una enfermedad rara”

Ana María Prada fue diagnosticada el año pasado con una condición huérfana de la que muy pocos expertos conocían y que confundieron con sarampión. Luego de estar a las puertas de la muerte, ella se recuperó milagrosamente. Esta es su historia.

5 de octubre de 2018
| Foto: SEMANA

Hace poco más de un año, Beatriz Ricaurte les pidió a sus amigas que rezaran por Ana María Prada. El mensaje publicado en Facebook se volvió viral y ante este, sin hacer muchas preguntas,  muchos respondieron con mensajes alentadores. Solo al cabo de un año Ana María les contestó y les explicó por qué le tomó un poco más de 365 días responder y dar las gracias. Era una de sus tareas pendientes desde que empezó el proceso de recuperación de una enfermedad rara que la puso al borde de la muerte. “Acá estoy”, les dijo, “y este mensaje va para todos ustedes”

“Me demoré en tener la fuerza y la contundencia que me permitieran hilar mis pensamientos. Volví, y luché la tercera guerra mundial contra una enfermedad muy rara que inicialmente confundimos con sarampión. El nombre o diagnóstico no importa ahora, otro día lo compartiré. Pero esta es la historia de este último año. Todo pasó tan rápido, que de un momento a otro me desperté intubada, en una Unidad de Cuidados Intensivos (UCI), oyendo decir a los médicos que yo era de esos casos "raros" de la literatura médica. Sin exagerar, estuve más del otro lado que de este.

Lo que tuve es una enfermedad autoinmune, producto de una reacción alérgica a un medicamento, muchas veces no se sabe a cuál, o si es la interacción de varios, pero puede producirla uno tan común como el Advil o Bactrim. Hay una lista de medicamentos que pueden generar este tipo de reacción y por eso yo a todos les digo ‘pilas con automedicarse’. Es más, puede que hayas tomado el medicamento por mucho tiempo y solo en un momento dado te sale la reacción alérgica. Esto le da solo a uno en un millón. Yo no tenía historia de alergias, pero en agosto de 2017 empecé a tener fiebres altísimas, y pensé que tenía algo viral en el cuerpo. Después surgió otro síntoma: conjuntivitis con secreciones en los ojos que traté de calmar con un antibiótico tópico. Al ver que empeoraba fui a la Clínica Barraquer, donde me confirmaron la conjuntivitis y me incapacitaron por cuatro días. Más tarde me enteraría de que esa era una señal de alerta de la enfermedad, pero en ese momento yo no lo sabía.

Al poco tiempo sentí otros síntomas: un sarpullido en la cara y cuello que se fue extendiendo rápidamente. También me dolía el cuerpo y la sensación de fatiga era abrumadora. Los médicos domiciliarios me dicen que es una eruptiva. Yo seguía angustiada porque mi diagnóstico no cuadraba con los signos de las eruptivas y además mi cuadro de vacunación era perfecto. El síntoma siguiente fue mi incapacidad para tragar sólidos. En ese momento pensé ‘esto va mal’. Era muy doloroso no poder pasar comidas sólidas ni bebidas, como un dolor de garganta amplificado a la enésima potencia. Además se me formó una ampolla alrededor de los labios y tuve que recurrir a suplementos nutricionales para alimentarme. Mis fiebres escalan picos de 39 y 40 grados centígrados. Finalmente, un martes en la noche decidí ir a urgencias de la Fundación Santafé.



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Allá sucede la gran señal de alarma. Ya me dolían las articulaciones y me tenían aislada en la sala de espera porque podía tener algo infeccioso. Mi mamá me subió a una silla de ruedas y me fui al baño para personas en condición de discapacidad. Allí no puedo pasar mi propia saliva y mi mamá se va por agua, pero cuando trato de pasarla en el lavamanos de ese baño escupo con sangre. Automáticamente ella y yo entramos en pánico. Mi mamá grita: ¡un médico¡ ¡Atiendan a mi hija! Finalmente lo hacen. Me realizan todo tipo de exámenes y me dan una orden de hospitalización, me dicen que van a esperar hasta que el infectólogo llegue, lo que debía suceder a las seis de la mañana. ‘Te vamos a tener en aislamiento’  y me ponen un tapabocas industrial que me laceraba la cara. Me chuzaban, me sacaban placas y mientras me asignan el cuarto me preguntan si quiero estar con mi mamá. Estaba en un limbo, ni en urgencias ni hospitalizada, sino en un cuarto en el medio, a donde todos los especialistas entraban vestidos como astronautas a chequearme. Mi mamá entra con tapabocas y yo, mientras tanto, sentía que iba en declive, sentía que me estaba muriendo, y lo peor era que no sabía de qué. ‘Imposible que sea de sarampión’.

A las cuatro o cinco de la mañana, por providencia divina, la doctora llama a un médico a quien yo hoy considero mi ángel de la guarda. Es un internista que no estaba en Bogotá sino en Cartagena, pasando el puente festivo. Es aún de madrugada y le mandan fotos mías. Hablan con él. La médica le dice que sospecha que es tal enfermedad, pero cuando el médico ve las fotos le dice ‘olvídese de eso. Esta mujer no sobrevive si esperan al infectólogo. Se va ya para cuidados intensivos’. ‘Chiquita, tu vida está en riesgo’. Como yo soy psicóloga y he trabajado en hospitales entiendo la jerga médica y ‘mi vida está en riesgo’ es sinónimo de ‘la cosa es grave’. Me intuban porque ya no podía ni respirar. ‘Necesitamos que firmes consentimiento para intubación y para introducir el catéter central’. Los firmé y pienso ‘acá me fui. ¿De qué? ¿Por qué?  Ni idea’. Me sentí agonizando, me sentí morir. Le pedí a esa médica que tomara mi celular, le di mi clave y le dije que hiciera un favor por mí: llamar a mi mamá. Luego de eso recé, mucho, incansablemente, pero más que pedir que me salvara siento que me despedía de todos, de la vida. Me desprendí. ‘Qué tristeza que sea así, algo tan accidental, tan incierto, tan confuso y repentino, pero fue así’. Pensaba en que hace una semana era la mujer saludable de 31 años que no se bajaba de sus tacones y cinco días después estaba firmando mi consentimiento para intubar. Soy devota de la virgen y algo me inspira a decirle ‘hágase tu voluntad’.

Me dicen que me van a sedar. No sé cuánto tiempo pasó, pero mientras están haciendo los procedimientos y me sacan biopsias de piel para corroborar el diagnóstico empiezo a oír los médicos y pienso ‘una de dos: o ya empecé el tránsito y me estoy despojando del cuerpo, o estoy consciente y me estoy despertando de la sedación’. Hice un examen para ver si estoy ubicada en tiempo lugar y espacio. ‘¿Dónde estás? en la fundación santa fe. ¿Qué día es? 23 de agosto de 2017. ¿Qué hora es? la madrugada’. Estaba aquí. Los médicos hablaban de la gravedad de mi caso y de mi muerte posible, pero no quería escuchar eso. Empiezo a rezar. ‘Ayúdame a que sepan que estoy oyendo’, pido en mis rezos. Intento con manos, pero no las puedo mover, tampoco puedo hablar y algo respira por mí, con los pies logró mover el dedo gordo de un pie y una voz dice ‘¡Está despierta¡’. Es lo último que supe.

Seis horas después despierto en la UCI, entubada. Me comunico a través de un block de notas. Me dicen el nombre de la enfermedad y me da lo misma porque era un nombre desconocido para mí. No me dan iPad ni teléfono para que no la busque porque las fotos de los pacientes que la padecen son terribles. Es en ese momento cuando Beatriz escribe ese mensaje en Facebook, y muchos grupos de oración se empiezan a mover por mí, rezando el rosario. Tuve un ejército orante. Muchísimas personas. Lo necesitaba. En esos doce días en la UCI tuve un equipo de 12 sub especialistas mirando mi caso. Era un bicho raro para estudio y todos trataban de contener la enfermedad. Hubo tres momentos en que estuve grave, gravísima, en riesgo mortal. Las complicaciones fueron puntuales: una neumonía, una falla a nivel renal, y arritmias cardiacas.  La reacción alérgica que tenía es tan severa que el cuerpo manda una señal errónea a todas las células para que se mueran, lo que se traducen en que todo se empieza a quemar de adentro hacia fuera. A muchos de los pacientes con esta enfermedad los trasladan a unidades de quemados. Nadie quería decirme cómo se llamaba para que no tuviera la tentación de averiguar cómo era y las secuelas atroces que pueden quedar. Evitaban que me mirara al espejo pero lo que alcanzaba a ver de mi cuerpo era terrible: la carne, la piel viva y quemada con el dolor de una quemadura. Yo me vi terrible, destrozada, El dolor físico era terrible. Pero lo médicos lograron controlar la enfermedad con cortico esteroides, que frenan la función inmune e inmunoglobulinas.



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Salgo de esa UCI y paso a un cuarto donde tuve altibajos. Pero mi verdadero calvario fueron los meses que vinieron después, en la casa. Se venía una cuesta arriba porque esta enfermedad tiene consecuencias graves que pueden quedar a largo plazo. Algunos pacientes quedan con falla renal, complicaciones respiratorias, entre otras.  Mi proceso de recuperación fue en Estados Unidos por recomendación de los médicos. “No tenemos la investigación, no tenemos los protocolos, entonces lo mejor es que se vaya”. Mis papás y yo nos fuimos del país seis meses.  En Estados Unidos hay más rigor y constancia para esto y conocí a otros que padecieron esta enfermedad y me di cuenta de que fui bendecida, sentí la mano de Dios por todas partes, en todo mi proceso médico. Allá los expertos me dijeron que no parecía paciente de esta enfermedad y fue el mayor piropo que recibí en seis meses.

Pero aún me faltaba lidiar con un dolor que era igual de fuerte al físico, el de perder mi identidad. Pasar de sentirme como una mujer útil con una profesión exitosa, a estar al borde de la muerte con la posibilidad de perder todo lo que me hacía mujer. Perdí las uñas, mi piel estaba quemada, el pelo podía caerse… Mi identidad se hizo trizas. Pienso que mi novio me va a echar, ‘¿qué va a querer él de mí?’  ‘¿Se aguantará el proceso?’ Como mujer no es fácil que te digan que no te puedes maquillar o más aún no tener uñas para manicure y sentir que la piel se te descama como la de un cocodrilo. Nos han bombardeado con etiquetas sobre qué es ser mujer. ¿Y qué pasa cuanto no las tienes? Pasar de un extremo en el que es terrible que te salga un barro o un día tener el pelo indomable, a no tener piel ni uñas.

No sabía de dónde iba a sacar fuerzas ni cómo me iba a autodefinir cuando esta enfermedad me ha robado todo lo que para mí significaba ser mujer. ‘Yo soy más que esto, más que mi enfermedad’, me dije. Tal vez esa fue la mayor enseñanza, confrontarme con lo que es realmente valioso.  Emprendí mi reconstrucción de identidad de adentro hacia fuera. Me hice preguntas que jamás me había hecho -a pesar de considerarme una mujer con bases sólidas a nivel espiritual, pero uno no para de crecer en espíritu...es lo único que no tiene tallas, ni límites, ni medidas. ¡En ese sentido pueden “engordar” todo lo que quieran!

En los últimos 13 meses de recuperación he aprendido un sin número de lecciones, algunas a las buenas, otras a las malas, pero ciertamente el dolor y el silencio son buenos maestros. Los que hayan pasado por situaciones parecidas, o hayan tenido a un familiar con alguna enfermedad complicada sabrán que ver a alguien sufrir es imposible de conceptualizar en palabras. ¿Saben qué me he llevado de todo esto? Dos cosas: 1) cuando la lucha se pone dura, la fortaleza de la mujer no tiene límites. Realmente podemos ser guerreras imparables. Podemos acompañarnos, tal como la Magdalena acompañó a María en pleno calvario mientras Jesús cumplía su misión. 2) Acompañar de verdad en medio del dolor es un arte. Un consejo (así no me lo hayan pedido): No den nada como dado o hecho. Levántense, coman, caminen, vean, oigan, hablen y digan te amo sin limitaciones.

Ahora quiero empoderar a otras mujeres. Si bien lo físico es importante y es bueno consentirse, no hay que fundar nuestra identidad en eso, porque si por X o Y motivo te ves despojada de esas etiquetas, tienes que darte cuenta de que hay algo más que ofrecer que ese estuche en el que venimos. Este proceso fue un doctorado rápido en espiritualidad. Saqué fuerzas inimaginables y reconstruí mi identidad. Fui una especie de testigo omnisciente del dolor de otros: como psicóloga, como mujer, como hija, algunas veces como novia o amiga, pero no me había permeado la existencia entera como lo ha hecho en los últimos 13 meses.



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Hoy solo tengo palabras de agradecimiento para todas las personas que me inyectaron fuerzas a través de la oración. Definitivamente no estuve sola. Existe un Dios de donde viene una fuente inagotable de fortaleza. Esa fuente de amor me ayudó a reinventarme, a entender por qué fui creada y por qué me dieron una segunda oportunidad. Por eso lo que quiero hacer de ahora en adelante debe ser proporcional a ese milagro.  Quisiera hacer una fundación que acompañe a las mujeres que viven un proceso de enfermedad que de una forma u otra les afecte su sentido de feminidad en lo físico, ya sea cáncer o cualquier otra. Quisiera ayudarlas a atravesar este camino porque un proceso de estos implica hacer duelo de muchas cosas y aceptar de otras, pero lo importante es que lo puedes aprovechar para reconstruirte.

Esto es un renacer. Es una resurrección, una segunda oportunidad. Por eso el día en que se cumplió un año de ese momento quise hacer algo diferente. Le pedí a mis más cercanos que hicieran un ponqué con un número uno,  sería como un nuevo cumpleaños. Yo siento que tengo un año, que soy neonata. Mi piel es de bebé porque volvió a nacer. Tuve que aprender a comer porque al principio solo comía compotas y lentamente pase a sólidos. Hice el mismo aprendizaje de los bebés. Ese día no celebré la enfermedad sino el renacer.