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De buceo por Tahití: una danza con los tiburones

Christian Byfield estuvo en la polinesia francesa, reconocida por sus playas cristalinas y por ser un sitio ideal para ver la riqueza marina. Esta es su crónica de viaje.

22 de noviembre de 2018
Christian Byfield en Tahiti. | Foto: SEMANA

Estoy en mi silla, al lado de la ventana, listo para volar. El avión está parqueado en el aeropuerto de Los Ángeles. Un azafato, con una flor blanca puesta en su oreja y con tatuajes del Pacífico, va de puesto en puesto repartiendo las mismas flores para que cada uno de los pasajeros haga lo mismo. Sonrío. Pienso que si en algún momento llego a tener una aerolínea, este procedimiento sería el más importante. Eso es empezar con el pie derecho un viaje.

Ocho horas después llego al aeropuerto de Tahití, una tierra llena de gente sonriente, mares cristalinos y tiburones. Es la tierra donde se inventó el surf, donde las personas se ponen flores en la cabeza y en las orejas (en la derecha si está soltero) y se come delicioso pescado fresco y crudo.  Hay gallos y gallinas salvajes que lo despiertan a uno por las mañanas y los aeropuertos locales no tienen ningún tipo de seguridad. La vainilla y el noni también están por doquier.

La polinesia francesa es un territorio de Francia pero tienen su propio presidente. Son 118 islas, y su población asciende a 275.000 personas. La moneda es el franco del pacífico. Por cada dólar hay que pagar 101 de esos francos. Son billetes llenos de color y fauna. El pez loro, las manta rayas y diferentes aves componen la temática monetaria. El porcentaje de turistas francófonos es de 72 por ciento y el porcentaje de personas que sonríen cuando uno les sonríe es del 92.

Yo vine aquí a conocer, pero sobre todo a bucear, porque Tahití tiene los mejores sitios y condiciones para este deporte. Su riqueza está en que la cantidad de fauna marina es impresionante y tiene sitios geográficos con buenas corrientes que lo hacen un destino único para ver la fauna. Mi estadía fue de 14 días y me alojé en hoteles típicos, lindos y muy variados en varias de las islas. Casi todos con vista al mar y con un costo aproximado de 350 dólares la noche para dos personas. Es decir, 1 millón cien mil pesos colombianos más o menos.

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El primer día de viaje lo dediqué a explorar Tahití. Chistopher, un guía de la ciudad, me llevó a hacer un recorrido por los mercados locales. Las frutas exóticas y el atún recién pescado hacen parte del paisaje.  Me impresionó que una libra de tomate cuesta 500 francos: cinco dólares, que en pesos colombianos rondan los 15 mil. En estos bazares también es común ver artesanos sentados en el piso, descalzos y tejiendo canastos para vender a los turistas. En esta ciudad estuve poco tiempo porque me fui a recorrer las islas.

Fakarava

Desde el avión el mar se deja ver en todo su esplendor. Los colores y los paisajes que se ven son impresionantes. De lejos, los pequeños islotes tienen una forma que nunca había visto: parecen estrellas alargadas que en su interior tienen una laguna o atol. A medida que vamos avanzando, vamos dejando y recogiendo pasajeros en varias islas hasta llegar a una especial: Fakarava, una isla hermosísima con 860 habitantes.

Ahí me alojé en el hotel Maikerai. La arena es suave y desde el muelle se ve todo lo que pasa por debajo del mar gracias a la claridad del agua. La cabañita tiene un balcón y dos sillas al frente, adentro todo es muy acogedor.  Se siente una paz infinita. Debe ser por estar en la mitad del pacífico, alejado de ondas de radio, televisión, celular, wifi y demás cosas que invaden las ciudades ‘modernas‘.

Tetamamu

El primer sitio de buceo es Tetamamu. Queda a una hora y media de la isla en un bote inflable tipo zodiac empujado por 400 caballos de fuerza. Desde el zodiac vemos corales y tiburones nadando a nuestro alrededor. Por fortuna, son amigables y las probabilidades de que ataquen a un buzo son muy bajas.  Vine en la temporada perfecta, junio, porque hay 18,042 peces meros en la zona.

El buceo que hice en la zona se llama “de derive” porque la corriente lo va llevando a uno. Uno no tiene que dar ningún aletazo para moverse, la corriente  empuja mientras uno ve todo el show. Minutos después mi corazón palpita cuando veo unos 50 tiburones pero eso es solo el comienzo. Pasan docenas, cientos, dando forma a lo que se llama la pared de tiburón. Uno se vuelve parte del cardumen.

Me concentro y me mezclo con ellos. Los miro a los ojos.  Es buena idea traer guantes ya que, en ocasiones hay que agarrarse del piso para que la corriente no lo lleve uno. El aire se va consumiendo lentamente, al oír las burbujas salir uno es consciente de que está respirando. Bucear es una meditación a profundidad, uno se desconecta del mundo, se hunde. Hasta la mente se tranquiliza estando allá abajo. En ocasiones, aparecen rayas águila. Nadan con tranquilidad, parecen las planeadoras del mar con sus alas.  Me parece una locura que sea tan común ver tiburones, ojalá el mundo se concientice de que no podemos seguir matándolos.

La isla de los tiburones

El siguiente sitio de buceo es al norte de la isla Fakarava. Lo primero que veo al fondo, después de ver unos 15 tiburones, es una manta raya. Mientras bajamos caigo en cuenta de que mi compañero de buceo es un señor de unos 75 años, pienso que si llego a esa edad me gustaría poder seguir haciendo mis inmersiones, botando mis burbujas de felicidad.

Cuando me acerco al piso veo que hay tiburones por doquier. Estoy en una isla donde se ven más tiburones que humanos. No imaginé que eso podía existir. Pero de pronto algo pasa. Todos los tiburones empiezan a un sitio a toda velocidad. Se siente una tensión y adrenalina submarina colectiva que todos los animales (incluyéndonos a nosotros) sentimos. Pasan diez y luego unos cincuenta despavoridos. Debe ser que hay una comilona tremenda.

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Minutos después veo a un animal gigante nadando a máxima velocidad y entiendo que no iban a una comilona, estaban tratando de no ser comidos por el gran tiburón martillo de cinco metros de largo. ¡Yo nunca había visto uno! Conocí a sus primos pequeños en Malpelo, pero este es algo de otro nivel. Lo veo seguir a un tiburón. Trata de cazarlo y falla, nos mira, da una vuelta y se va. Todo fue muy rápido, tan rápido que ni fui capaz de grabarlo. Solo la despedida del gran martillo.

Luego del suceso, hay una emoción colectiva y el instructor celebra como si hubiéramos ganado la final de la Copa Mundial. Me pregunta, con señas submarinas, si grabé lo qué pasó. Le digo que no… pero quedó bien guardado en mi cabeza. El aire se va acabando, nos metemos en una corriente de agua que nos lleva lentamente a la superficie. Cuando salimos nos cuenta que en 12 años es la primera vez que ve algo así. Me dice que si lo hubiera grabado sería millonario. Nos reímos.

Rangiroa y los delfines

Otra isla bellísima es Rangiroa. Allá nos quedamos en Relais the Josephine, un hotel atendido por su propietaria Josephine, de unos 60 años y típica parisina. Todo el hotel tiene un toque francés pero lo más especial es el comedor con vista al mar  desde donde se pueden avistar delfines saltando y jugando. Una comida en este hotel está amenizada por saltos de delfines residentes.

Cuando voy a bucear nuevamente le pregunto al guía sobre las probabilidades de ver delfines, se ríe y me dice que acá se ven todos los días. ¿Así o más emocionante? Ya en el bote y con nuestros equipos puestos, pasamos por los famosos bungaló sobre el agua.  Bungaló que cuestan alrededor de 1,200 euros la noche, lindos y fotogénicos.

Llegamos al punto de buceo y ¡tres, dos, uno! Todos dejamos que el peso del tanque de buceo nos lleve de para atrás al agua. Le sacamos el aire a nuestro chaleco y el plomo que llevamos en la cintura hace que nos empecemos a hundir. Ya abajo, docenas de tiburones abajo y unas 20 rayas águilas se asoman. Oigo un canto que solo había oído en las películas: el canto de un delfín.  Lo empiezo a buscar y veo varios de lejos así que el instructor se emociona y empieza a nadar chistoso para llamar su atención. Yo hago lo mismo. Es lo que uno hace para atraerlos.

Nuestro show hacia los delfines continúa. El papá delfín se empieza a acercar y los cantos de su esposa e hijo siguen atrás.  Él viene, me mira a los ojos y yo veo que su aleta de arriba tiene una cicatriz. Lo tengo a menos de 1 metro. Es algo mágico tener animales así de cerca en su estado salvaje y no saltando en aros ni impulsando humanos con sus aletas en un acuario. La vida es bella, muy bella. Su esposa e hijo salen a la superficie a jugar con las olas, nosotros miramos.

Es hora de meternos en una de las corrientes, piensen en las corrientes de las tortugas de Nemo, uno se deja llevar por el agua. Es como meterse en una atracción de Disney donde uno va mirando hacia todos lados sin tener que mover un dedo. Así es, los peces aparecen, los tiburones se asoman, los delfines se quedan atrás y uno sigue. Es una paz infinita con cada respiración. Es la segunda vez en mi vida que veo delfines cuando buceo.

La experiencia en esos 14 días estuvo llena de una cantidad casi infinita de vida salvaje submarina, rodeada de humanos increíbles y que le sonríen a la vida en una zona del mundo llamada La Polinesia Francesa.