UNIVERSO CRIANZA
Endometriosis, o por qué ser mujer no es sinónimo de dolor
Es una enfermedad que pone en riesgo la fertilidad. Una de cada 10 mujeres en el mundo la padece y aun así un diagnóstico certero puede tardar en promedio 10 años. ¿Por qué? Pues porque nuestro dolor es subestimado por la comunidad médica y la sociedad, y desde pequeñas nos enseñan que ser mujer duele.
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Cuando tenía 13 años soñaba con mi primera regla. Quizás porque al ser la menor del salón también fui la última en desarrollarme. Tal vez porque las propagandas de toallas higiénicas, con sus fluidos azules, se veían glamurosas y yo aspiraba a ese glamour. Qué iba a saber entonces que el periodo se convertiría en una cruz, en un karma. Que el dolor en varias ocasiones me haría sentir tan mal que me llevaría a desmayarme. O que en un futuro mi fertilidad estaría en entredicho, al punto de llegarse a plantear la posibilidad de que no pudiera llevar a término un embarazo, mucho menos quedar preñada. Todo porque sufría de endometriosis, pero el diagnóstico tardó 19 años.
Acá es el momento en que ustedes, queridos lectores, quizás se estén preguntando: “¿Pero qué es la endometriosis?”. La raíz de la palabra es endometrio. Este es el tejido que cubre el útero por dentro y que se engorda cada mes a la espera de albergar un cigoto que se convertirá en feto y proveerle un hogar caliente y cómodo por nueve meses. Cuando no hay fecundación, este tejido se desprende y sale del organismo, lo que conocemos como regla, periodo o menstruación. Pero algunas mujeres al menstruar no expulsamos todo el tejido por vía vaginal, sino que cuando el útero se contrae devuelve el fluido y este busca otras salidas. La consecuencia es que el tejido comienza a adherirse a otras partes del útero, a las trompas de falopio, a los ovarios, a las paredes abdominales, a los intestinos, a la pelvis o a la vejiga. Y estas adhesiones, reaccionan exactamente igual que el resto del endometrio con el ciclo hormonal. Es decir, sangran cada mes también. Lo que no solo genera hemorragias internas, porque esta sangre no tiene por donde salir, sino que también permite a este tejido seguir invadiendo órganos a su antojo.
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Según la Endometriosis Foundation of America, 200 millones de mujeres en el mundo sufrimos de esta enfermedad. Una de cada 10 mujeres padece este mal que tarda en promedio 10 años en ser diagnosticado. Y aun así, la investigación es incipiente, los tratamientos prácticamente inexistentes, no hay una cura y millones de mujeres sufren en silencio porque jamás son diagnosticadas. Entre el 30 y el 40 por ciento de quienes sufren de endometriosis no podrán tener hijos. Se sabe que este diagnóstico es uno de los principales causantes de infertilidad. ¿Por qué? Pues porque esta enfermedad va colonizando todo el sistema reproductivo, tapando las trompas, asfixiando los ovarios, deformando el útero. Básicamente crea un muro inmenso de sangre y tejidos por los que un espermatozoide no puede pasar. Además de dolor menstrual e infertilidad, otras consecuencias de la endometriosis son la fatiga, el dolor pélvico crónico, los sangrados fuera de ciclo y la ovulación dolorosa. También hay casos en los que la penetración durante el acto sexual resulta dolorosa. Y sí, estoy repitiendo una y otra vez la palabra dolor, pero es que no hay otra manera de llamarlo. No es incomodidad, no es molestia, no es indisposición.
Desde mi adolescencia consulté a médicos sobre el tema. A cada nuevo ginecólogo o médico general le decía lo mismo. “Doctor, sufro de cólicos muy fuertes cuando tengo la regla. Me preocupa”. Todos, incluso el que luego me diagnosticó, me miraban con una sonrisa socarrona y luego me repetían como un mantra: “Es que la regla duele”. Y ya. Punto final. Fin de la discusión. Ni siquiera en las cuatro oportunidades que terminé en urgencias con amenaza de apendicitis, que luego resultaba ser ovulación dolorosa o cística, a alguno se le ocurrió que eso no era normal. Simplemente era. Ser mujer me debía doler y ya.
Luego llegaron las pastillas anticonceptivas y con ellas un descanso de 10 años de los cólicos extremos. Aún había malestar, pero tolerable. Hasta el día en que me rebelé y dije: “No más hormonas”. En parte porque sentía que debían estar haciendo algo malo a mi organismo, y en parte porque mi mamá había sido diagnosticada con un cáncer de seno HER 2 que se alimenta de estrógenos. Casi de inmediato regresó el dolor con furia, acompañado también de hemorragias que me hacían pensar que en cualquier momento podría desangrarme. De nuevo las mismas palabras condescendientes de mi médico de entonces, unido a un: “Es que tu no quisiste seguir con la píldora”. Como si eso fuera el remedio mágico a cualquier mal femenino, y no una máscara que disfraza los trastornos por años alargando posibles diagnósticos y tratamientos.
Fue solo cuando mi pareja y yo decidimos buscar un embarazo que mi médico tomó en serio mis reclamos y me mandó a hacerme exámenes específicos. Exámenes que mostraban que mis quejas eran sustentadas. Exámenes que lo llevaron a operarme cuatro días después de llevárselos al consultorio. Una cirugía de urgencia. Una laparoscopia, que es la única manera que existe hoy para diagnosticar con certeza esta enfermedad y para limpiar las adhesiones existentes. Una operación que no cura, sino que de ser posible abre los conductos necesarios para que se pueda dar un embarazo. Porque mi dolor por sí solo no contaba, solo llegó a ser relevante en el momento en que se podría ver afectada la posibilidad de un embarazo. Demostrándome que como mujer que en el patriarcado heteronormativo mi cuerpo solo valía para convertirse en aposento de otro. Mi dolor solo existía si podía impedir mi función “natural” de reproducción.
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Una laparoscopia que debía tardar una hora, y duró tres horas y media. Mis ovarios tenían quistes de tejido y adherencias, mis trompas no eran penetrables y mi útero estaba pegado a mi pelvis. “Carolina tiene un umbral de dolor muy alto”, aseguró el médico a mis padres al salir de cirugía. Según él mi abdomen estaba tan maltrecho que me debió haber mandado a urgencias cada mes. Yo en cambio solo tomaba ibuprofeno, me ponía una bolsa de agua caliente y rezaba para que las horas pasaran rápido. “Tu caso era tan delicado, que de haber esperado más meses quizás habría tenido que extraerte un ovario o hasta el útero”, me aseguró tres días después en su consultorio. Yo llevaba años diciendo que mi dolor era muy fuerte. Pero ese dolor fue ignorado. Me hicieron sentir como si ese dolor fuera un producto de mi imaginación hiperactiva. Me hicieron creer que mi dolor era “normal”. Pero el dolor nunca es normal. Siempre es una alerta del cuerpo. Una señal que indica que algo anda mal.
Después de siete meses de tratamiento con progesterona, que casi me manda al psiquiátrico pues me generó ataques de ansiedad (cosa que también fue ignorada por mi médico), mi historia tuvo un final feliz. Se llama Luca. Pero mi endometriosis sigue ahí. Siempre va a estar ahí. Sí, tuve un bebé. Sí, di teta dos años y ocho meses. Pero no, NO, eso no cura una endometriosis. Por más que persista a idea, la leyenda urbana, de que el embarazo es una cura. No existe una cura. ¿Y saben por qué? Porque a las mujeres nos han obligado a sufrir en silencio y ni la ciencia, ni los médicos, ni los estados, se han preocupado por estudiar esta enfermedad. Al parecer 200 millones de mujeres somos una minoría sin importancia.
*Editora de SEMANA y autora de las novelas Un amor líquido y El cuaderno de Isabel (Grijalbo).