GENTE "IN"
Tienen la ilusión de ser distintos a los 25 millones de colombianos olvidados por la Divina Providencia y por la crónica social.
En Nueva York y en París pertenecen al llamado jetset internacional, una colorida fauna de "snobs", actores de cine, modelos, celebridades del arte y "play-boys". En Bogotá, la versión local es, por supuesto, más modesta. Se trata de un grupo de hombres y mujeres sin figuración en las plazas internacionales, fieles al ajiaco dominical, obligados a esquivar raponeros en las calles y a soportar la triste lluvia que viene de Monserrate, pero heróicamente dispuestos a vivir conforme a la última moda y a los códigos imperantes en el"jet-set" de las grandes capitales.
Su capacidad de imitación y de asimilación, a veces un tanto caricatural, les da la ilusión de ser distintos -y distantes- de los veinticinco millones de colombianos, olvidados por la Divina Providencia y por los cronistas sociales de las revistas. Según su personal codificación, ellos son "in" en un país "out". Gracias a un par de zapatos Pucci o a un traje Valentino.
La necesidad de representación, de diferenciación a través de las apariencias, viene entre nosotros de muy lejos. Los chibchas, por lo que es dable saber, no eran muy elegantes ni distinguidos. Tampoco los encorsetados conquistadores, mezcla de aventureros y ex-presidiarios que al tomar a las indias por asalto, se convirtieron, sin mucha legalidad, en nuestros remotísimos abuelos. Sin linaje, pero muertos de ganas de tenerlo, y con aquel pecado original a cuestas, todos tenemos desde entonces algo que ocultar. Quizá desde entonces rendimos culto a las apariencias. Puesto que no tenemos una identidad muy diáfana, somos lo que representamos.
Hasta no hace mucho tiempo, la elegancia local, sentada sobre el buen timbre de algunos apellidos, no necesitaba de mucha ostentación, ni de reconocerse a través de marcas y objetos. Pero el país ha entrado en una nueva etapa, donde las viejas fuentes de riqueza son sustituídas por otras. La oligarquía de los apellidos cede el paso a una oligarquía del dinero. Y esta última necesita, frente a los nuevos advenedizos, calificarse socialmente mediante signos de identificación exteriores, traídos de fuera. Es hoy nuestra gente "in".
La ropa es, desde luego, el primer signo. Pero, dentro de las codificaciones de este grupo social, no cualquier ropa pasa el examen. Nuestra gente "in" está contramarcada de la cabeza a los pies. La funcionalidad o la calidad y aún la simple elegancia de la prenda no bastan. La marca o la "griffe" son indispensables. Pero, sujetas a variaciones, estas sólo son "in" por cortas temporadas, pues cuando llegan a ser un tanto populares, pasan al closet de las prendas "out".
Así, por ejemplo, lo que ayer era "in" como Pierre Cardin o Christian Dior, hoy es sustituído por Ungaro, Valentino u Armani.
Al saberlo, gracias a las revistas locales que hacen eco de estos acontecimientos verdaderamente memorables, los alarmados "play boys" locales regalan a sus choferes los trajes ya proscritos y se precipitan, a veces por teléfono, a encargar el modelo que toca.
Las damas "in", que viajan con relativa frecuencia a Nueva York o París, inquietas siempre de conservar su categoría, hacen otro tanto. La alienación de que son víctimas les impide mirarse con objetividad en el espejo. En vez de descubrir que su 1.60 de estatura, honorable promedio en estos altiplanos, no soporta las sofisticaciones diseñadas para mujeres tubulares de 1.75, acaban sepultadas en arandelas, agredidas por furores dorados, caricaturizadas por hombreras y "culottes". Por fortuna para ellas, la enajenación que sufren es compartida por todo su grupo social, de modo que lo que resultaría risible en otras plazas, aquí tiene vitrina en las reseñas sociales. Es entonces cuando las damas en cuestión, asediadas por los "flashes" de los fotógrafos, sienten debidamente ratificada su categoría "in".
Todo esto no excluye silenciosos dramas. El reloj Cartier, a veces adquirido con enormes esfuerzos, pasa sorpresivamente a la oprobiosa categoría "out" cuando las cabineras empiezan a usarlo alegremente. Es entonces cuando se produce el informe: lo "in" ahora es Hermes. Igual cosa ocurre con los perfumes, pues también hay olores "in" y olores "out", y estos últimos no son precisamente los que uno supone. Los aromas de Chanel, que durante años constituyeron en los lugares más refinados del mundo un signo de distinción, en la sabana bogotana deben ceder el paso a "L'eau noire", un nuevo perfume cuyo verdadero "cachet" se lo da su precio: 400 dólares la onza.
CUANDO LOS "IN" ESTAN "OUT"
Alrededor del pelo, también hay rituales. No está "in" llevar peinados muy peinados; el pelo debe usarse suelto, como al desgaire. Lo malo es que esta norma impuesta desde fuera plantea en el ámbito local graves problemas: los peluqueros criollos, durante años educados en una escuela de lacas y marrones, son absolutamente ineptos para conseguir el corte que da al cabello esa impresión de ligereza y libertad "in". No hay más remedio que viajar para que en Nueva York o en París sabias tijeras consigan lo que nuestros Rodríguez no logran.
Viajar es, pues, para esta sufrida categoría social un imperativo absoluto. Es necesario viajar para comprar la ropa, viajar para cortarse el pelo, viajar para tener qué contar, viajar para emular con los otros. Pero no en cualquier forma. Porque también en esas grandes capitales hay lugares "in" y lugares "out". En París, desde que los emires petroleros instalaron sus cuarteles en el costos Plaza Athenée, el hotel "in" pasó a ser el viejo Ritz de la Place Vendome. Igual cosa ocurre con los restaurantes. Desde que todos los ricos tejanos ponen los pies en el "Maxim", este lugar en otro tiempo sacralizado figura ya en la lista negra del "jet-set" internacional, pero no en el criollo.
Mirado desde la perspectiva de los rancios linajes sabaneros, este mundo "in", en apariencia tan exigente, está completamente "out". En sus reuniones sociales, por ejemplo, los fotógrafos de las revistas, tan anhelados por los "in", no tienen entrada. Los viejos platos típicos de la cocina criolla siguen allí imperando en la mesa, al paso que en el mundo "in" han sido desalojados por cosas más exóticas.
Entre estos dos copetes de nuestra crema social, uno viejo y otro nuevo, el resto de los colombianos anónimos están en otro paseo, quizás con los afanes de la vida cotidiana, vistiéndose con lo de siempre, comiendo morcilla y papa criolla, permitiéndose, tal vez sin saberlo, el más desconocido de los lujos para la gente "in": la autenticidad.