VIDA MODERNA
Historias íntimas del aborto, desde la visión de tres escritores
12 años después de que la Corte Constitucional despenalizó la interrupción voluntaria del embarazo en tres casos especiales, una publicación recoge los relatos de mujeres que han vivido esa experiencia y de padres, médicos y abogados que las apoyaron, contados por un grupo de escritores colombianos. Estos son tres de ellos.
En 2006, en un fallo que en ese momento fue calificado como histórico, la Corte Constitucional reconoció el derecho de las mujeres a interrumpir su embarazo cuando se presentaran tres casos especiales: violación, malformación del feto que lo hiciera inviable y un grave riesgo para la vida y salud de la madre.
La decisión, que aún despierta polémica, levantó el velo que existía sobre una práctica que se hacía de manera clandestina, en medio del silencio de las familias y la vergüenza y el temor de las mujeres.
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Aún hoy, a pesar de la despenalización de estos tres casos, se calcula que al año hay unos 400.000 abortos ilegales, mientras que Profamilia, entidad prestadora de salud que se especializa en asuntos sexuales y reproductivos, practicó el año pasado 10.514 de manera legal.
Juliana Martínez Londoño, coordinadora de la Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres, afirma que si bien se logró la despenalización judicial, aún falta mucho por avanzar para llegar a una despenalización social y moral.
“Las mujeres enfrentan barreras que tienen que ver con cuestionar su decisión, juzgarlas, sancionarlas, hacerles comentarios denigrantes y desconocer lo que ha sentado la Corte Constitucional en la jurisprudencia”, señala.
Para conmemorar sus 20 años de trabajo, la organización recogió en un proyecto, al que denominó Mujeres imparables, las historias de mujeres que han vivido esta experiencia, pero también las de médicos, familiares y abogados que han decidido ayudarlas.
Sus testimonios se convirtieron en la base de unos relatos escritos por Ricardo Silva, Piedad Bonett, Camila Brugés, Juliana Muñoz, Gloria Susana Esquivel y Luis Fernando Afanador, entre otros autores colombianos, que fueron ilustrados por los artistas Viviana Pantoja, Gabaa Sánchez, Paula Osorio, Tania, Laura Carolina Castro, Laura Burgos y Gisell Rodríguez.
“Desde que se produjo el fallo, hemos acompañado a más de 1.200 mujeres que han buscado acceder a la interrupción voluntaria del embarazo y eso nos ha permitido identificar los avances y en dónde están los retos”, precisa.
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Aunque hoy en día hay una percepción más favorable sobre el tema que en 2006 (una encuesta de Cifras y Conceptos reveló que el 62 por ciento de los colombianos cree que la decisión de abortar es exclusiva de las mujeres y el 65 por ciento que el aborto debe ser legal en algunas circunstancias), en muchos aspectos aún sigue siendo un tabú.
“Hay que sacar esta discusión de lo privado, de lo que no se habla, porque usualmente la gente conoce a una mujer que ha pasado por una situación similar. Para eso son estas historias, es permitirnos hablar y no que las mujeres se sientan avergonzadas por vivir una experiencia como estas”, dice.
Estas son las historias:
Sol, ilustración de Tinta del Río.
Sol
Por Ricardo Silva*
Soy hija única. Nací en Calarcá hace veintiocho años, pero estoy viviendo en Tuluá con mi marido y mi niño. Trabajo en un restaurante desde las siete hasta las tres. Veo crecer a mi hijo desde que llego a la casa. Estudio pedagogía infantil a distancia. Pero desde hace varios años la Fiscalía me tiene atrapada en un proceso desesperante por culpa de una enfermera que les contó a todos que me había atendido en urgencias por un legrado mal hecho. Fue así: me apliqué el Cytotec, me tomé unas pastas que no me hicieron ningún efecto, acudí a un doctor recomendado que me hizo –sin anestesia ni compasión– un aborto mal hecho, tuve que contarle a mi mamá para que me llevara de afán a un hospital porque sentía que iba a morirme con esos restos adentro, y fue allá donde apareció la Fiscalía a meterme más miedo. Unos meses después me llegó una notificación: “Preséntese con su abogado”. Y, gracias a una carta que me ayudó a escribir un amigo, conseguí que me aplazaran el caso por un tiempo.
Fue un alivio de verdad porque llevaba meses y meses pensando que me había tirado la vida. Acababa de terminar el bachillerato. Vivía y siempre había vivido con mi mamá en la casa de mi abuela. Y, como la idea como tal era estudiar y conseguir un empleo serio y mudarnos por fin y tener un día un hijo que pudiera mantener con una pareja que sí me apoyara, apenas quedé embarazada tuve que tomar la decisión de abortar. Mi primo me ayudó: me lo costeó todo. Y la verdad es que si hubiera seguido el procedimiento legal a través del sistema de salud, si hubiera tenido respaldo y hubiera entendido mejor lo que estaba haciendo en ese momento, no habría estado a punto de morirme, ni habría sentido ese dolor tan horrible, ni me habría quedado llena de temor viendo fantasmas y pensando “ay, pude haber tenido otra vida”.
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Pero bueno: ahora la tengo. Ya no soy la persona que veía pasar los días como sin darles importancia, ya tengo mi hijo para seguir y seguir adelante, ya soy tecnóloga en gestión de mercado y estudié cuatro semestres de la licenciatura en Español y Literatura y cinco de pedagogía infantil. Si mi caso en la Fiscalía no siguiera abierto y aplazado y enredado, a pesar de que tendrían que haberlo cerrado porque ya han pasado los años que tenían que pasar y estos años he vivido yendo allá, yo creo que yo ya estaría en paz: es que, aun cuando las profesionales de La Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres me han estado acompañando y aconsejando desde hace varios años, no deja de ser incómodo para mi mamá, para mi esposo, para la gente del restaurante, para mí.
Soy fuerte e imparable y sé que tengo mi futuro más allá de esta sombra que no se va, pero me doy cuenta de que necesito que se acabe este proceso sin fin para que el aborto sea mi pasado. Me llamo Sol: me parece bueno que la gente lo sepa.
* Ricardo Silva es periodista y escritor bogotano. Autor de las novelas Historia oficial del amor, El libro de la envidia, Autogol y Érase una vez en Colombia.
El médico - Ilustración de Niebla Rosa
Desde la roca más alta
Por Camila Brugés*
—¡Yo no saltaría nunca!
—Ay, pero porque usted es una gallina, hermana.
—¡Ve’sta atrevida! Lo que pasa es que no todas estamos locas como usted.
—¿Loca? ¡Viva, será! Yo lo que estoy es viva y mi hijo también. Y ni él ni yo vamos a dejar de hacer nada porque a usted le dé miedo.
Pablo recuerda ese día en que su mamá y sus tías lo llevaron por primera vez a las cascadas de Tauramena (en sus términos de niño de 10 años, “a muchas horas en bus de Yopal”, una exageración); terrazas de roca y selva escalonadas que se suceden horizontal y verticalmente obligando al agua a saltar de un lado a otro, a abrirse como cortinas, a transformarse en chorro o en espumablancaqueremueveelprofundolechodepiedrabajoelrío.
Y las recuerda así, discutiendo entre risas mientras él esperaba metido en uno de los pozos menos hondos con el agua hasta la cintura, las pestañas goteando y el torso tiritando aunque afuera estuviera caliente, como siempre en el Casanare, a que las mujeres de su familia le dieran permiso de escalar hasta la roca más alta de la cascada y saltar.
—¡¿Desde esa?!, preguntó su tía alarmada.
—Sí. Desde la roca que está al lado de la palmera. ¡La maaaaaás alta!
No era tan alto. No se rompería como un coco al caer, o quizás sí, pero era improbable.
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En todo caso, su tía negó con el ceño fruncido como antesala a una negativa determinante, pero antes de continuar con sus razones para decirle que no, su hermana, o sea la mamá de Pablo, o sea la mujer más poderosa que conoció, le clavó una mirada de hielo –esa que hacía para no regañar, esa que era un grito y un golpe, esa que era un rayo paralizador, un super poder para hacer sentir al otro como un champiñón, que él siempre le envidió. Y cuando la hermana relajó los músculos de la frente y dio la espalda de brazos cruzados, se agachó al nivel de su hijo y le dijo:
— Cuando llegues a esa roca, mira hacia abajo. Siempre hay que mirar aunque te dé miedo. Planea dónde vas a caer, aunque la verdad es que seguramente nunca vas a caer donde pensaste, y empuja con fuerza... Si sobrevives, me tiro yo después.
Pablo recuerda el grito de terror de su tía Angustias, como le diría de ese día en adelante, pero recuerda mucho mejor la sensación en su rostro. Las esquinas de su boca estirándose y ampliándose en la sonrisa más grande que alguna cara produjo en la existencia de la humanidad entera (según él, una pequeña exageración).
—Tu vida es tuya. Puedes escoger lo que quieras, siempre. Y los demás también. ¿Entendiste, Pablo?
Es probable que Pablo no entendiera esto cabalmente allí porque antes de que ella terminara y simultáneamente, como si fuera dueño del don de la ubicuidad, Pablo asintió, corrió, escaló, saltó y voló como un pájaro gritando
—Mamaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa´!
Pero algo se debió quedar en el inconsciente, porque Pablo creció siguiendo esa única orden de vivir y dejar vivir que a algunos les suena impertinente, nueva era, hippie, terriblemente libre y peligrosa.
Le fue bien. Se hizo médico, el primer universitario de la familia. Y cuando le entregó el título de ginecólogo a su madre, le preguntó si estaba orgullosa de él como el resto de la familia, sin esperar lo que ella iba a responder.
—Claro, mijo. Pero lo que me enorgullece no es ese pedazo de cartón, sino otra cosa.
Pablo la miró estupefacto con sus ojos que eran más ojeras después de 10 años de estudio.
—No se te olvidó ese día en Tauramena, le explicó su mamá.
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A él se le cayó la quijada. No sabía a qué venía eso en ese momento pero ella lo tenía claro. Era muy consciente de lo que estaba haciendo. Era un recordatorio. Sabía que debía hacerlo. Había soñado que moriría pronto. Había soñado que Pablo navegaría en aguas difíciles. Había soñado que antes de naufragar él se arrodillaríaa y miraría el cielo buscando su consejo. Así que ahí estaba, dejándolo antes de tiempo.
Las madres son brujas, brujas blancas, al menos las buenas madres, así que no es extraña toda esa anticipación. Lo raro fue lo siguiente que salió de su boca.
—¿Y si algún día alguna de tus pacientes quiere abortar?
—Eso es ilegal, intervino la tía Angustias, aunque la conversación no fuera suya, aprovechando que Pablo no salía del shock, confundido con el rumbo de la conversación.
—¡¿Y?!, gritó su madre a su hermana, con mirada rayo láser incluida, como si necesitara enfatizar su intención.
No hubo respuesta de Pablo porque curiosamente era ella la primera que le hacía esa pregunta, pero esta nunca se le borró de memoria y días después cuando ella murió como lo soñó, se fijó en él para siempre.
Así que Pablo ya había pensado muchos años sobre esto cuando entró por la puerta de su consultorio la primera mujer que no quería ser madre, aunque estuviera embarazada y aunque no pudiera pronunciar en voz alta su deseo de no serlo por miedo a que la llamaran asesina una vez más –porque ya la habían llamado así en su casa, en su barrio, en su conciencia.
Así que Pablo se había decidido muchos años antes, desde Tauramena, a pararse como un faro a pesar de que sus colegas lo miraran hacia abajo.
Así que Pablo se sentía orgulloso y fuerte y bien parado cuando recibía los flechazos de las enfermeras aterrorizadas que pensaban como la tía Angustias y vivían regidas por el miedo y le decían a las mujeres que llegaban rogando por ayuda que eso no se podía, que eso estaba mal, que el papá del niño qué decía, que la Iglesia las condenaría, que la Policía las perseguiría, que las meterían a la cárcel, que eso era ilegal, cuando era un derecho.
Así que Pablo no dudó en decirle a todo el mundo que él ayudaría a cualquier mujer que necesitara decidir por sí misma cómo vivir la vida. No dudó en decir que las enviaran en su dirección. No dudó, nunca.
—Desde la más alta roca, les diría. No importa lo que diga nadie.
* Camila Brugés es escritora y guionista en proyectos para televisión, cine y teatro. Fundadora de Drama Queen Making Stories.
Éramos nosotras - Ilustración de Patricia Vesga
Éramos nosotras
Por Juliana Muñoz Toro*
Shhh. Que nadie diga nada, nunca. Pero nosotras decíamos, maldecíamos un poco también. Shhh. Calladitas. Y nosotras repetíamos: es nuestro cuerpo, nuestro, queremos gozarlo, queremos cuidarlo, sí, pero también queremos decidir su destino. Shhh. No existe el destino, todo está escrito. Escriban entonces que este cuerpo no muera, no aún, no tan pronto. Y por decirlo nos llamaron marginales. Éramos unas marginales.
Éramos nosotras.
Escuchamos mil historias, cien mil. Una niña de 12 años embarazada, alguien le dijo que era natural, ella repitió, sí, es natural, y nosotras dijimos que no, que cómo iba a ser natural que un hombre mayor se metiera a su cuarto mientras jugaba a las muñecas y la tocara ahí, shhh, calladita, shhh, es natural.
¡Basta!
Una joven no podía ocultar más su embarazo, jamás lo había aceptado, y decidió tirarse desde el techo de su casa, una casa que acaso tenía techo. No quería morir, no murió, quería seguir viviendo porque apenas empezaba la vida. Tampoco la dejaron. La llamaron delincuente, la llenaron de culpa. Su mirada no volvió a dar a luz.
¡Basta!
A una mujer adulta le ligaron las trompas, le aseguraron que no había riesgos de concebir de nuevo, pero los hubo, y ahora su vida entera estaba en riesgo.
Basta, dijimos todas, aunque todas fuéramos pocas. Nos cansamos, pero no nos rendimos. Inventamos historias con más esperanza y las verbalizamos para hacerlas realidad. Hablamos del tema en cada rincón. Algunos nos decían locas, otros nos dieron la razón. Formamos un colectivo porque unidas éramos, somos, más fuertes. Tocamos las puertas, le dimos vida a un discurso. ¿Nos escucharon?
Sí, éramos nosotras.
Hicimos plantones, cantábamos juntas, llorábamos juntas. Juntas éramos un solo cuerpo y a la vez todos los cuerpos, éramos manos que se besan, labios que se caminan, piernas que se abrazan. Exigíamos ser autónomas, ser ciudadanas, decidir los riesgos sobre ese inmenso cuerpo. Una exigencia tan simple, tan vital. Inevitable. Éramos inevitables, imparables.
Éramos nosotras.
De tanto plantarnos abonamos una tierra dura, la de los códigos y las leyes. Nos dijeron que sí tres veces y, aunque queríamos más, celebramos, brindamos, nos reímos, planeamos la manera en que la ley no se quedara en un papel. Al día siguiente salimos, seguimos diciendo, escúchennos, no somos ingenuas, aún le llaman delito a lo que debería ser una opción, seguiremos demandando porque así somos nosotras.
Somos las que tejemos redes, las que marchamos descalzas, las que sin armas apuntamos al cielo, las que llevamos cientos de años haciendo una revolución pacífica, lenta, pero firme. Somos las que damos vida en más de un millón de formas. Somos las mujeres, las locas más cuerdas.
Sí, somos nosotras.
Seguiremos siendo.
*Juliana Muñoz Toro es escritora y periodista bogotana. Autora de las novelas Los últimos días del hambre, Diario de dos Lunas y 24 señales para descubrir a un alien.