El deseo de “tenerlo todo” nos ha lanzado en una espiral absurda que nos hace sentir que fracasamos constantemente. | Foto: Pixabay

UNIVERSO CRIANZA

La caída que me puso a pensar. O: Cómo tratar de ser perfectas nos hace irnos de bruces.

En la lucha por tenerlo todo las mujeres nos hicimos la zancadilla. Y no, regresar en el tiempo y dejar de perseguir nuestros derechos no es la solución. El remedio está en ser más clementes con nosotras mismas, en aprender a decir no, y dejar de creer que el único estándar aceptable es la perfección.

Carolina Vegas *
19 de mayo de 2018

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El miércoles me fui de cara contra el piso. En sentido literal. Mientras caminaba, no, más bien, mientras corría a las 6:30 de la tarde de la oficina a una tienda de dulces para comprar las cosas que faltaban para las sorpresas del cumpleaños de mi hijo. Ahí, frente a un famoso centro comercial de la capital, me falló una pierna. O eso creo. La verdad no sé explicar cómo ocurrió. De repente mi cuerpo ya se encontraba en medio de una caída, que sentí como en cámara lenta como suele pasar con muchos tropiezos, y la única reacción que alcancé a tener fue la de proteger mis gafas (no mi cara, no) del golpe y poner las manos frente a mi tronco para que amortiguaran el impacto. El golpe fue seco, doloroso. De inmediato mucha gente se acercó para ayudarme a levantar. Pero lo único que me importó en ese instante fue salir rápido de allí, sin mirar a nadie a la cara. Sentí vergüenza. Pena por mi torpeza. Oso. Físico oso peludo. Agradecí, sonreí y caminé a toda velocidad. Pero me quedaron para el recuerdo dos morados en las piernas, una raspadura en la palma de la mano izquierda y un dolor punzante en el hombro derecho y ambos brazos. También se me rompió un tupper pequeño que usaba para llevar la ensalada de mi almuerzo. El plástico recibió un porrazo tan contundente que quedó reducido a muchos trocitos filosos.

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A pesar del totazo, fui a comprar los chocolates y barquillos para las sorpresas, y luego a una droguería que tenía 20 por ciento de descuento ese día (siempre sé dónde hay descuentos y qué día, es un don), a comprar unos medicamentos e ibuprofeno para el dolor de cuerpo. Mientras escribo esto caigo en cuenta que el dolor no ha cedido y que nunca me tomé los benditos analgésicos. Llegué a la casa, empiyamé y acosté a mi hijo, hablé con mi esposo, me lavé la cara y me alisté para meterme entre las cobijas con mi computadora, para adelantar cosas pendientes. Y fue entonces que mi cabeza dejó de lado la rutina y se iluminó por un momento. Y debo confesar que tuve unas ganas inmensas de llorar. Por el dolor del tiestazo, por la pena que sentí. Pero una vez contuve las lágrimas entré en modo ‘nueva era’ y pensé: “¿Qué me quería decir mi cuerpo?”. “¿Por qué no reaccionó?”.

Después de descartar una enfermedad neurológica, gracias a un autoexamen que bajo ningún parámetro era científico o avalado por la medicina tradicional, pensé que el golpe era una manera inconsciente de desacelerarme. Mi cuerpo me metió el freno de mano a la brava y me dijo: “¡Pilas! Pilas, que así no vamos para ningún lado”.

Y por “así” se refería a la historia de toda madre que trabaja. Es decir, a mil por hora, con los espejos rotos y las direccionales dañadas, pero un plan de ruta perfectamente delineado en una lista infinita hecha con marcadores de colores, post-its, y lapiceros con escarcha.

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El deseo de “tenerlo todo” nos ha lanzado en una espiral absurda que nos hace sentir que fracasamos constantemente. O por lo menos eso siento yo todos los días. En lugar de admirar mi capacidad logística y operativa, y felicitarme todas las noches por lo que logro a diario, que es muchísimo. Cuando cae la tarde me doy lapo por todas las cosas que no conseguí, por todo lo que siento que fue insuficiente. Porque no soy perfecta. ¿Pero quién lo es? Ni siquiera la mamá influenciadora de Instagram, con los hijos hermosos, el cuerpo impecable, el pelo de propaganda, y la casa de postal, es perfecta. O absolutamente feliz todos los días. ¿Entonces por qué siento tal presión por serlo yo? ¿Son los medios? ¿Son las redes sociales? ¿Son mis jefes? ¿Es mi familia?

¡No! No rotundo. Soy yo misma. Porque al final del día la que se pone todas esas metas inalcanzables, la que se juzga con una vara más corta que a los demás, soy yo. Le tengo tanto miedo al fracaso, al juicio ajeno, que mi cuerpo se está revelando contra mí. Creo que si algo no lo hago yo, no va a quedar bien hecho. Y sigo convencida que el mínimo aceptable es un 5 sobre 5. ¿Y al final quién me está poniendo la nota?

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Me hago un llamado a mí misma, y de paso a todas las madres, y a todas las mujeres (pues lo uno no es equivalente a lo otro, jamás) a que aceptemos el fracaso… de vez en cuando. A que dejemos de pretender que está bien que todos esperen que seamos sobresalientes, para que nos traten medianamente igual que a los hombres. ¡No más presión! La inequidad empieza ahí. En las listas, en la logística, la doble y triple jornada. Démonos un respiro y empecemos por dejar de ser tan exigentes con nosotras mismas.

Por eso esa noche, después de mandar un mail, porque el imperativo categórico kantiano no me permitió darme el lujo de no hacerlo, apagué el computador. Luego busqué una comedia en Netflix, una que además he visto miles de veces y me hace feliz, y opté por darme gusto a mí misma. No hice nada más. Luego me acosté a dormir. Y a partir de hoy prometo dejar de intentar ser perfecta y dejar de sentir que fracaso a cada paso. ¡Soy maravillosa! Repitan conmigo: ¡Somos maravillosas! Y que nadie, ni siquiera la vocecita de Pepa Grilla que llevamos en la cabeza, se atreva a decirnos lo contrario.

*Editora de SEMANA y autora de las novelas Un amor líquido y El cuaderno de Isabel (Grijalbo).