Pandemia
Milagro en la UCI: la increíble historia de cómo un paciente le avisó a su médico que iba a morir
Esa experiencia inexplicable para la ciencia le salvó la vida.
Cuando Ronald Medina recibió en la unidad de cuidados intensivos a Jairo Alberto Antolínez, el covid-19 llevaba en el mundo año y medio. Este experto en medicina crítica, bioquímica clínica y ecocardiografía del paciente crítico estuvo al frente del cañón desde el comienzo de la emergencia sanitaria. Se ofreció a trabajar en Leticia cuando los casos se treparon a comienzos de 2020, y en Bogotá había vivido ya tres picos más como jefe de uci en la clínica VIP. Antolínez no era el primero ni el único paciente de covid que veía, pero por cosas del azar terminaría siendo uno que nunca olvidaría.
Su ingreso al hospital fue el 23 de abril de 2021, al comienzo del llamado ‘pico de las marchas’, cuando ya el personal de salud y la población más vieja estaban vacunados. A adultos de 60 años o cercanos a esa edad, como Antolínez, un ejecutivo del sector financiero de 57 años con una salud excepcional, no les había llegado el turno.Unos días antes, Antolínez sintió una ‘gripita’ cuya única manifestación era una tos cansona. Aunque creía que no era covid, se aisló y se hizo la prueba como mandaba el protocolo de la institución donde trabaja. Al salir positivo llamó al médico de su póliza de salud, quien lo visitó y le midió la saturación de oxígeno en sangre, que resultó muy baja: entre 67 y 70, cuando lo normal es por arriba de 90 por ciento. Sin perder un minuto, lo mandó en ambulancia al hospital.
Después de cinco días con oxígeno y suero, y acostado boca abajo, Antolínez empezó a entrar en una fase de agotamiento de los músculos respiratorios. Esto podía comprometer los órganos vitales porque al recibir menos oxígeno en los tejidos podrían empezar a fallar. Antolínez se quedaba sin opciones. “Don Jairo, creo que lo voy a tener que intubar porque usted cada vez está peor”. El paciente no dijo nada. Confiesa que en su ignorancia médica creía que ir a la uci significaba salir más rápido de su problema. Pero Medina ya conocía las estadísticas de la enfermedad: “El 80 por ciento de los que se infectan por covid son asintomáticos; del 20 que queda, 10 por ciento tiene enfermedad moderada que requiere de hospitalización, pero pronto se van a la casa, y 5 por ciento tienen enfermedad severa. De estos últimos, entre 50 y 60 por ciento logran sobrevivir y el resto fallece”. Aunque no se lo dijo, Medina temía que Antolínez fuera de estos últimos. “Intubar solo se hace cuando las cosas han tomado un rumbo muy agresivo”, le dijo. Antolínez esta vez cerró los ojos. Estaba asustado. Y con razón. A otros pacientes como él, el doctor Medina los había visto morir en cuestión de 24 horas.
En la UCI
Antolínez no recuerda nada de los más de 40 días que pasó en la uci. Intubar a estos pacientes implica inducirlos en un coma, para lo que hay que administrar medicamentos que relajen los músculos y seden al paciente. De otra manera no resistirían el tubo que deben introducirles por la boca para permitir que una máquina les ayude a respirar por ellos. “Yo estaba más muerto que vivo”, dice Antolínez. “Ni siquiera puedo decir dónde estaba mi mente”. Solo recuerda que vivió alucinaciones, que describe como más reales que un sueño.
Eran historias incoherentes. En una de ellas, estaba en un pueblo, en una misa ofrecida por su alma. “Luego vi un horno crematorio natural y a alguien en un carro de madera empujándome hacia esas brasas al rojo vivo, pero cuando empecé a sentir el calor, el carro frenó en seco y un señor me ofreció una bebida fría”. También soñó que el día de su entierro él se dio cuenta de que no había muerto realmente y sintió una gran angustia por encontrar a alguien que verdaderamente lo matara para no pasar por la tortura de ser enterrado vivo. Alucinó también que su hermana Ruth estaba en la habitación contigua a la suya, pero él solo podía escuchar su voz detrás del muro. “Peleaba mucho para que me dieran de alta, pero le decían que solo hasta que el doctor autorizara. Ella se iba a las nueve de la noche muy tensa y brava y volvía al día siguiente a seguir peleando por mí”, recuerda. Este último sueño sí era parecido a la realidad. Las videollamadas de Medina con Ruth Antolínez eran a diario. Una vez ella lo visitó en la uci. Aunque para los médicos era paisaje ver pacientes graves, para Ruth el estado de postración de su hermano fue muy impactante.
La vida de Ruth se transformó de la noche a la mañana al convertirse en acudiente de su hermano, quien vive solo y es muy reservado con su vida privada. “Perdí la concentración, el sueño y la alegría; y mis sentimientos y emociones dependían de ese informe médico diario”. Ese parte médico era bueno unos días, pero otros no. La situación de su hermano era muy crítica y sus problemas incluían no solo la neumonía severa, sino el compromiso en otros órganos, así como el riesgo de infección. Según Medina, todo indicaba que don Jairo se iba a morir. Eso lo saben los médicos con los índices de severidad. Como la covid-19 era una enfermedad tan nueva, los médicos decidieron prestar esos índices de otras infecciones que ya se conocían. “En el caso de don Jairo, la probabilidad de sobrevivir era 0,5 por ciento. Según esos protocolos, a las personas con 3 por ciento o menos no se les reanimaba porque era prolongar una agonía.
A pesar de esa cruda realidad, la vida siguió ajena a las penurias de esta familia. Así, las cuentas empezaron a llegar: recibos de administración, servicios públicos, el impuesto del carro, y todo se vencía ya. Ruth no tenía acceso a las cuentas de su hermano y aunque la habían citado al hospital para recoger sus pertenencias –el celular, la ropa y las tarjetas– la cédula no aparecía. Ante eso, ella tuvo que sufragar de su propio bolsillo esos gastos que sumaban millones. Justo cuando tenían que pagar los impuestos de renta, la llamada del doctor Medina fue alentadora. “Nos dijo que iban a desintubar a Beto”. Pero esa ilusión fue corta porque su hermano empezó a desmejorar.
El milagro
Medina conocía los protocolos de covid, pero desde el comienzo les dijo a los médicos a su cargo que nunca tiraran la toalla frente a un paciente ni apagaran los equipos. Para Medina, el paciente en cuidado intensivo es el más frágil y dependiente. “No se puede comunicar, no puede respirar por él mismo, no puede reclamar por él. Necesita de personas que lo sufran para que decidan por él”. Cuando en las juntas médicas le preguntaban por qué gastaba energía en un paciente que no tenía muchas opciones de vivir, él les contestaba “¿y por qué no?”. “Así funcionaba mi unidad y tal vez por esa terquedad nuestra institución tuvo una mortalidad muy baja: de 19 por ciento, mientras en otras fue de 50 por ciento”, dice.
En la noche en que don Jairo había sido desintubado, Medina se encontraba en la sala de la uci que el personal de salud utiliza para descansar. Su mirada se dirigió hacia el área de los ascensores, que podía ver a través de la puerta abierta de dicha sala. De repente vio pasar una silueta. “Era don Jairo”, dice. En un primer momento esa escena le pareció normal, pero en cuestión de segundos se percató de que era imposible que ese paciente deambulara por los pasillos. Estaba sedado y muy débil para levantar un brazo, mucho menos para levantarse y caminar. Además, acababa de verlo dormido en su cama. Esa contradicción le generó una gran intranquilidad y prefirió cerciorarse por sí mismo de que todo estuviera en orden. En cuanto llegó a su cama vio en el monitor un signo de alarma inminente: el pulso del corazón de Antolínez se ralentizaba con cada segundo, hasta que en un momento paró. Y se vio una línea achatada en el aparato. ¡Había entrado en paro cardíaco! Enseguida empezó a hacer los masajes en el pecho, mientras que otros preparaban las descargas eléctricas y le administraban oxígeno con una bomba. Antolínez no reaccionó durante seis minutos. Estaba muerto. Sin embargo, Medina y su equipo siguieron las maniobras de resucitación hasta que en medio de la angustia oyeron de nuevo el pito en el monitor. El corazón había vuelto.
Esa noche, Medina no concilió el sueño. Su mente quería saber por qué Antolínez le había advertido sobre el paro cardíaco. Verlo caminar hizo que la oportunidad de vivir fuera más grande y, sobre todo, sin daño cerebral. Una demora en llegar habría reducido esa posibilidad enormemente. Esa noche, rendido, solo pensó que “ojalá todos los pacientes nos avisaran así”. Hoy él, que es un hombre de ciencia, tiene dos maneras de explicar ese hecho. Una, es que por esa época trabajaba tres y cuatro días seguidos y, ante ese nivel de agotamiento, es posible que hubiera confundido al paciente con otra persona. La otra teoría es que hay cosas que la mente consciente no logra explicar ni medir.
Cualquiera que fuere ese episodio lo aceptó como algo inusual, quizás como una experiencia extrasensorial única que sucedió para algo bueno. Antolínez volvió a ser intubado y días después su organismo fue superando la infección y creando nuevos tejidos que reemplazaron a los que habían muerto en medio de la covid. Una semana después ya estaba despierto.Cuando lo hizo, el doctor Medina le dijo: “Creo que la vida o Dios o en lo que usted crea lo tiene para cosas buenas porque el día en que usted no murió, fallecieron en Colombia 640 pacientes, y usted pudo haber sido el 641. Usted salió de un punto donde pocos lo logran”.
El largo regreso a casa
Lo que significó el cierre de un caso para Medina representó el comienzo de un drama para Antolínez. Contrario a lo que cualquiera piensa, de una intubación prolongada el paciente despierta magullado, con muy poca movilidad y muy triste. No era para menos. Él, de 1,76 metros de estatura, había entrado a la clínica con 80 kilos y pesaba en ese momento 55. Cuando intentaba mover el brazo o acostarse de lado necesitaba ayuda. Había perdido mucha masa muscular. El día en que vio por primera vez sus piernas y sus huesos forrados en piel prefirió haber muerto. “Mis piernas eran fuertes y musculosas porque jugué fútbol en mi juventud y cuando las vi convertidas en palos de escoba pensé que habría sido mejor haberme muerto”, dice. No estaba siendo desagradecido con la vida, simplemente no creía que fuera capaz de volver a ser el de antes.
Cuando Ruth recibió a su hermano en su casa estaba casi muerto. “Hagan de cuenta que les pusieran cadenas de hierro en todo el cuerpo. No podía dar un paso”. Allá se quedó tres meses para recibir terapia física y recuperar la masa muscular perdida. El proceso fue lento. El peor momento fue cuando tuvo que aprender a caminar de nuevo. “Me pasaban alzado de la cama a una silla y sentado duraba máximo cinco minutos. Lloraba para que me pasaran a la cama”. No exagera. “La primera vez que iba a caminar, la terapeuta me alzó y me iba teniendo, pero las piernas no tenían fuerza, me temblaba todo. Ni siquiera di un paso el primer día”.
En esos tres meses donde su hermana, a Antolínez le ayudaron su actitud y disciplina. Aunque dependía de ella para todo, hasta para ir al baño, poco a poco fue ganando fuerza. Un día le dijo que se iba a bañar solo y cuando lo logró fue como haber llegado a la cima de una montaña. Ahí supo que era hora de volver a su casa. Hoy, después de siete meses, su corazón y riñón están fuera de peligro, pero todavía tiene secuelas en los pulmones, por lo que debe usar oxígeno permanentemente. Ya recuperó 15 kilos y continúa con una rutina de ejercicios para aumentar su masa muscular. “Yo soy un milagro real. Mi caso era muy difícil. Estaba más enfermo que unos que se murieron y hoy estoy aquí”.
Lo único que lo asusta es que le digan que esta para cosas grandes. “Pasan los días y no hago nada grande, solo las terapias”.A veces recibe un mensaje del doctor Medina para saber cómo va. El especialista dice que con algunos de sus pacientes creó una conexión duradera porque “así suene arrogante, un pedacito de la vida de ellos estuvo en manos nuestras. Nosotros respondimos con lo que creemos que fue lo mejor y los resultados fueron buenos”. Y es que para ellos sacar un paciente como él es un gran triunfo. “Es ganarse el mundial de fútbol de la medicina”. Con la covid no solo ha sido don Jairo, sino también Demetrio, Janet y otros que hicieron a estos médicos no perder la fe en su profesión y no bajar la guardia. “Por ellos otros futuros pacientes tuvieron un personal de salud con más fe y más ganas de luchar para sacar a sus pacientes graves adelante”.