Mes del corazón
Murió en el quirófano tres veces: la increíble historia de César Augusto Pérez, el trasplantado de corazón más viejo de Colombia
A César Augusto Pérez lo salvó un milagro: justo el día en que creyeron que moriría, un trasplante de corazón le salvó la vida. Hoy, con 75 años, cuenta su historia, la del trasplantado más longevo de Colombia.
Sus amigos más cercanos, que conocen mejor que nadie su devoción por Santa Fe, aún le toman el pelo con la misma pregunta: ¿y si el corazón que hoy día late dentro de su cuerpo era de un hincha de Millonarios?
César Augusto Pérez ríe con ganas al contarlo. Está en su casa, en el norte de Bogotá, repasando su historia. La historia de un milagro: porque justo el día en que los médicos creyeron que moriría, una llamada retumbó a las cuatro de la madrugada y torció el destino.
Al otro lado de la línea, alguien informaba que, al fin, había aparecido un corazón que podría ser compatible con este químico de profesión, viudo y padre de Tatiana y César Mauricio, sus dos hijos.
Agonizando en una cama de la Fundación Cardioinfantil, LaCardio, con un corazón que solo bombeaba al 6 por ciento de su capacidad, César ignoraba que su vida estaba a punto de unirse para siempre a la de un hombre de 38 años, pintor y maestro de construcción, que en otro punto de Bogotá había caído accidentalmente de un piso alto. Alcanzó a llegar con signos vitales a un hospital, pero murió por la gravedad de las heridas. La familia no dudó en donar sus órganos. Entre ellos, ese corazón que hoy late fuerte en el cuerpo de César, que le dio una segunda oportunidad en la vida y que él aguarda, en secreto, que haya sido de un santafereño tan entregado como él, que desde hace más de medio siglo asiste sin falta a El Campín para apoyar al cuadro cardenal.
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La primera vez que este bogotano supo que su corazón no funcionaba como debía tenía 53 años. Un domingo, dice, salió como de costumbre a correr por la ciclovía, pero un dolor fuerte en el pecho lo hizo regresar a casa antes de tiempo. Pensó que a lo mejor estaba muy cansado. Al día siguiente, salió como si nada a trabajar, almorzó bandeja paisa con unos amigos y horas después estaba con el mismo dolor en el pecho y el brazo, y un diagnóstico inesperado.
Había tenido un infarto, dijeron los especialistas. Y luego de un cateterismo descubrieron que don César tenía dos arterias obstruidas en el 75 por ciento. Le implantaron entonces una válvula después “de ese susto”, pero hace ocho años su salud comenzó a empeorar de nuevo.
Esta vez, el diagnóstico fue demoledor: su corazón había perdido la capacidad para bombear sangre. “Por esa época tenía una vida muy disminuida. Yo siempre había sido deportista, jugaba fútbol, baloncesto, me gustaba correr. Pero ya ni podía caminar, sentarme era una proeza y era poco lo que comía, todo lo vomitaba”, recuerda César.
Para ese momento tenía 67 años y unas ganas enormes de vivir. Una década atrás había despedido de este mundo por cuenta de un cáncer a su esposa, el amor de su vida, y no quería que sus hijos tuvieran que repetir ese dolor tan pronto. “Fue en ese momento que me plantearon la posibilidad, aunque remota, de un trasplante de corazón. Y no era fácil: las entidades tienen unas normas según las cuales a mi edad no hacen trasplantes; prefieren, claro, a gente más joven, precisamente por lo difícil que es conseguir un corazón. Se cree que una persona de 67 años ya ha vivido, por lo que es mejor dárselo a una persona mucho más joven”, relata este pensionado.
Aun así, entró al Programa de Trasplantes. A la larga angustia de una lista de espera. “Estaba en el puesto 50. Era el año 2016. Y yo sabía que estaba bastante lejos de la posibilidad de un trasplante, pero siempre he sido una persona positiva y de fe. Me dije: ‘Bueno, antes tenía solo un mal diagnóstico, ahora tengo eso mismo, pero al menos una oportunidad para vivir, una esperanza de que exista un corazón en este país que pueda ser algún día para mí. Con esa sola y remota posibilidad me bastaba”.
Pero, mientras aguardaba por el milagro en una Colombia donde actualmente más de 3.200 personas esperan por un órgano, su salud se iba deteriorando considerablemente. “Tomar agua era una pesadilla, porque me hinchaba. Debía tomar solo pocos sorbos, y si me pasaba de esa cantidad me enfermaba y debía salir corriendo a la clínica. Un año después de ese diagnóstico, vivía más en la clínica que en mi casa, tuve 45 entradas y cada vez me ponía peor”.
Un corazón al límite
Su corazón, dijeron los especialistas, estaba al límite, solo bombeaba al 6 por ciento de su capacidad. En mayo de 2017 se puso tan grave que lo internaron en la clínica y entonces empezó una carrera contra el tiempo: “Mientras más debilitado estaba, más me acercaba al primer lugar de la lista de espera de trasplantes. Estaba tan mal, que a veces perdía el sentido, ya estaba agonizando. Mucha gente dice que fue a visitarme, pero yo no me acuerdo de nada, sentía que poco a poco me moría”, relata César.
Diez días antes del trasplante, y sin saber que el milagro sucedería, los médicos le instalaron un balón de contrapulsación, un dispositivo temporal que ayuda al corazón a bombear sangre. Pero el 30 de mayo de ese 2017, los médicos les avisaron a los hijos de César que ya no había nada qué hacer por la salud de su padre, pese a que estaba de primero en la lista de espera de donación de órganos; debían estar preparados porque su muerte, al retirar ese balón de contrapulsación, ocurriría en cuestión de horas.
Pero entonces ocurrió el accidente del maestro de construcción. César entró a una cirugía de trasplante que suele demorar diez horas. “Cuatro horas más tarde, el médico salió a la sala a preguntar por mis hijos. Y ellos solo se alcanzaron a imaginar que me había muerto, porque había pasado muy poco tiempo”, cuenta César en su casa.
Pero no. “El hombre no sangró, se nos murió como tres veces, pero al final resistió”, le escucharon decir a los doctores. Solo hasta la noche, Tatiana y César Mauricio pudieron ver a su padre, “hinchado como un monstruo”.
Este químico bogotano permaneció casi 15 días sin despertar y, al hacerlo, “fue dura la reacción; no me podía mover, de 75 kilos que pesaba, terminé en menos de 50. No tenía mucho músculo, de tanto vomitar había bajado de peso. Con terapia, aprendí a caminar y a sentarme. Hay personas que despiertan y sanan más rápido, pero a mí me costó. Luego supe que, después del trasplante, mi nuevo corazón no arrancaba, tuvieron que hacerme hasta choques eléctricos. Un cardiólogo que estuvo en la cirugía me dijo que nunca había entendido cómo me salvó: ‘Usted se murió como tres veces’”.
Lo difícil de la recuperación, agrega, es que existe un gran riesgo de infección. “Esos primeros 15 días estaba en un cuarto, aislado, helado. Y desde entonces tomo inmunosupresores, unos medicamentos que son para el resto de mi vida. Lo que ellos hacen es engañar al cuerpo para que tolere un órgano que no es suyo. Y en el momento en que deje de tomar eso, se me bajan las defensas y me da un infarto”.
Su historia ocurre en un país donde la falla cardiaca tiene una mortalidad del 50 por ciento a un año sin tratamiento y donde, tal como sucede en el resto del mundo, las enfermedades cardiovasculares son la primera causa de muerte.
César lo sabe bien, pero hoy celebra esa segunda oportunidad de vivir. Hace poco desempacó las maletas que llevó a Europa después de recorrerla junto a sus hijos. Toma un curso diario de inglés y corre maratones por todo el país. Cada mañana trota 5 kilómetros. Se siente feliz, vital. “A mis hijos les digo que ahora soy más joven que ellos. Mi hija tiene 46 y mi hijo, 50. Y yo tengo el corazón de un hombre de 38. Y con ese corazón creo que puedo aguantar todas esas decepciones que a veces me deja mi Santafecito”.