Calidad de vida
Por qué el caso de Uber se parece al de los 'aguadores' de Bogotá hace un siglo
La orden de suspender a esta multinacional es un retroceso en la calidad de vida de los colombianos. Eso opina el abogado Felipe Núñez*, quien compara este hecho con el que vivió en 1916 la capital del país cuando los 'aguadores' se oponían a la llegada del acueducto.
La orden de la Superintendencia de Industria y Comercio de suspender la operación de Uber, tomada a raíz de una demanda presentada por una empresa de taxis, deja en vilo el futuro de todas las aplicaciones de tecnología que realicen actividades de intermediación en Colombia. La decisión es jurídicamente indefendible y supone, además, un retroceso en la calidad de vida para millones de los consumidores colombianos.
Resulta inexplicable que por años el país haya hecho enormes esfuerzos para masificar el acceso a Internet de banda ancha, si ahora resulta que no pueden aprovecharse los beneficios de servicios prestados a través de Internet. Es como si se promoviera la construcción de autopistas, para luego prohibir su utilización. Simple y llanamente absurdo.
Para avanzar en la solución del problema que supone la orden de suspender a Uber es indispensable diferenciar entre la reciente decisión de la Superintenencia de Industria y Comercio (SIC) que ordena suspender la aplicación -decisión que en realidad es la punta del iceberg de un problema mayor- y la omisión en la que por años han incurrido las autoridades para adoptar un marco regulatorio que se ajuste a una nueva realidad.
En cuanto a la decisión de la SIC, su principal problema es que se fundamenta en una premisa que no es cierta: que Uber presta un servicio público de transporte. Muchos podrán sorprenderse ante esta afirmación, pero ojo: aunque se parecen, no son lo mismo. En efecto, para concluir que Uber presta un servicio de transporte, la SIC argumenta que la remuneración de Uber no proviene de la descarga de la aplicación, sino de una parte del dinero que los usuarios pagan por transportarse de un lugar a otro. Y para la SIC, eso evidencia la calidad de ‘transportador’ de Uber.
Bajo la lógica de la decisión, habría entonces que concluir que las aplicaciones en las que se puede comprar pasajes aéreos son aerolíneas, que aquellas en las que se pueden reservar habitaciones de hotel prestan servicios de hotelería o que los vendedores de seguros son aseguradores. Ni es lo mismo ni es igual.
La decisión de la SIC desconoce un hecho elemental del papel que juegan las aplicaciones de tecnología que realizan actividades de intermediación: ellas ponen a disposición la tecnología para conectar a quienes ofrecen productos y servicios con los consumidores que voluntariamente deciden consumirlos. Pero estas plataformas, en sí mismas, no producen los bienes ni prestan los servicios.
La decisión de la SIC tiene origen a su vez en otro problema mayor: por años las autoridades han mirado para otro lado frente a lo evidente. Millones de personas han migrado -y seguirán migrando- hacia la utilización de estas plataformas para acceder a los servicios de transporte. Que no quepa duda: es una realidad inevitable alrededor del mundo.
En lugar de enfocar sus esfuerzos en adoptar regulación que promueva la sana competencia en estos servicios –incluidos los taxis tradicionales, por años las autoridades han preferido declararle la guerra en las calles a los Uber, desplegando policías para “cazarlos”.
¿No estaríamos todos mejor si esos recursos se destinaran a enfrentar a la delincuencia y no bajando de los carros a personas que voluntariamente solicitan un servicio porque consideran que mejora su calidad de vida?
Pero no es la primera ni la última vez que los grupos de interés ganan batallas contra un avance tecnológico que beneficia a la mayoría de la sociedad. En 1916, el gremio de los ‘aguadores’ de Bogotá -personas que se dedicaban a cargar agua en vasijas desde el chorro de Padilla hasta las casas del centro de la ciudad, se manifestó contra la decisión de otorgar una concesión para instalar un sistema de tuberías para el acueducto, que entonces prestaba un precario servicio que era la causa de contagio de graves enfermedades como la fiebre tifoidea y la disentería.
Como defensa de su reivindicación, los manifestantes alegaban tener un “derecho tradicional” a realizar ese trabajo, del cual según ellos ninguna ley los podía privar. La protesta resultó, en 1917, en la declaración judicial de la nulidad judicial de la concesión.
A pesar de haber ganado esa batalla, el gremio de los ‘aguadores’ perdió la guerra. El implacable paso del tiempo hizo inevitable que las personas prefirieran recibir el agua mediante un sistema moderno que los protegiera de enfermedades y no en vasijas potencialmente contaminadas. La tradicional actividad de los aguateros se desvaneció: no se puede evitar lo inevitable.
El problema no era que los ‘aguadores’ de entonces se manifestaran para proteger sus intereses, o que lo hagan los taxistas de hoy. Eso es apenas normal y esperable, especialmente cuando no hay un marco que regule la actividad. El problema es cómo responden las autoridades -judiciales, administrativas y políticas- cuando se enfrentan los intereses gremiales con los de los consumidores.
Harían bien esas autoridades en revisar el mandato constitucional que obliga al Estado a asegurar la prestación eficiente de los servicios públicos a todos los habitantes. No cabe la menor duda de que bajo ninguna de las definiciones posibles de ‘eficiencia’ puede considerase que el servicio actual de transporte de taxis lo es, de manera que su defensa lleva implícita una actuación contraria a la Constitución. Ese podría ser un buen punto de partida para regular lo inevitable.
*Socio de la firma consultora Perspectiva S.A.S. Abogado de la Universidad Javeriana y M.Sc. en Políticas Públicas del London School of Economics. Autor del libro “Servicios Públicos: instituciones, regulación y competencia.