UNIVERSO CRIANZA
“¡Quiero un hermanito!”, o cómo explicarle a un hijo que eso no se va a poder
La infertilidad es un tema del que aún se habla muy poco, sobre todo cuando se han logrado un primer embarazo y parto exitosos. Pero la realidad es que gestar un bebé no siempre es tarea fácil. En algunos casos es incluso imposible. Acá mi historia.
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Mi nombre es Carolina, tengo 37 años y soy menopáusica. Esa frase me la he tenido que repetir una y otra vez en los últimos cuatro meses para lograr hacerme a la idea de que ese es en efecto el diagnóstico que me dio el médico. Y no es fácil asumir que a esta edad, en que una aún no solo se siente sino que es una mujer joven, los óvulos en mis ovarios ya se acabaron. Porque eso es la menopausia. Básicamente, mi cuerpo decidió que mi aparato reproductor ya no es útil, y para demostrármelo me quitó la regla y a cambio me envió unos poderosos calores que fueron la señal de alerta para descubrir que algo estaba mal. Yo, que hasta principios del año 2018 había sido una persona más bien friolenta, me estaba comenzando a cocinar de adentro hacia afuera, porque no hay otra manera para explicar la sensación.
Además de los calores, y la sensación de vergüenza que me producía andar abanicándome con cuanta revista, papel o cuaderno encontraba en mi camino, con un deseo infinito de arrancarme hasta la última prenda y pararme en el balcón de mi oficina empelota, también me atropelló un insomnio de los mil demonios, un acné que me ha deformado la cara, y un desdén profundo por la vida. Nada me importaba, porque igual la muerte, el fin del mundo, el apocalipsis, o la guerra nuclear, todo iba a pasar eventualmente, y pues esa es la vida. La vida es una perra y luego te mueres, como dice la canción. Pero esa sensación de meimportaculismo me era ajena, yo suelo ser una persona preocupada. Preocupada en exceso y con una fuerte tendencia al drama. Pero eso se había ido y yo me diluía. Así que busqué a un ginecólogo endocrinólogo que me hiciera exámenes, en lugar de decirme que me calmara para que me volviera la regla. Encontré uno fabuloso, que además tiene maestría en climaterio. Es decir un experto en menopausia.
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“Doctor, creo que tengo una menopausia precoz”, le dije apenas me senté en su consultorio. “¿Quién la remitió conmigo?”. “Yo me remití a mí misma, doctor”. “¿Cuáles son sus síntomas?”. Me dijo con un rostro tranquilo y unos ojos que no me juzgaron por plantear la posibilidad de que mi cuerpo se pareciera más al de una mujer de 50 años que al de una de 37. Uno a uno le recité los síntomas. Me examinó y me ordenó exámenes de sangre que me hice al día siguiente. Una semana después me reencontré con el médico en su consultorio. Para esta segunda cita llevé a mi esposo, porque después de leer los resultados intuí que mi autodiagnóstico era el correcto y no quería recibir esa noticia sola.
“Carolina, en efecto estás menopaúsica”, me aseguró el doctor Germán Barón. Y luego me explicó que de no comenzar una terapia de reemplazo hormonal de inmediato, mi cuerpo, por la falta de estrógenos y progesterona que había dejado de producir hacía un par de meses, se vería más expuesto a un infarto, a una osteoporosis temprana o a la demencia. “¿Y ya no voy a poder tener más hijos?”, le pregunté con un nudo en la garganta. “Pues es muy difícil y un embarazo solo se daría con un óvulo donado”, me contestó con absoluta tranquilidad. También me dijo que la regla podría no regresar nunca. Le pregunte cuán común era este fenómeno y me aseguró que una de cada 100 mujeres de 40 años pasa por una menopausia temprana. A veces, como en mi caso, aún más temprana.
Una cosa es que uno no quiera y otra que no pueda
Mi cuerpo había renunciado. Así lo sentí. Me sentí traicionada, me sentí fracasada, me sentí vieja. No era la primera vez que me sentía lanzada a una lucha frontal con mi sistema reproductivo. Siempre había tenido problemas con él, el fantasma de la infertilidad me rondó desde el momento mismo es que decidí que quería ser madre. Pero yo tuve suerte, logré ser madre. Logré un embarazo y un parto exitosos y tenía un hijo que además de ser el amor de mi vida era un verdadero milagro. Y sí, la verdad es que somos tan felices los tres, una familia pequeña, que incluso habíamos discutido seriamente la posibilidad de ser tres por siempre. Pero aun así, la puerta, la posibilidad de desear un segundo embarazo, no se había cerrado del todo.
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Pero ahora mi cuerpo me daba el portazo. ¿Por qué me pasaba esto? El doctor tenía una teoría. Mi organismo ha estado en una lucha constante en contra de sí mismo, aquejado por endometriosis y síndrome de ovario poliquístico, ambas enfermedades consideradas autoinmunes. Además de esto, para limpiar las adhesiones que había dejado la endometriosis, y posibilitar un eventual embarazo, en 2013 me habían hecho una laparoscopia en donde despegaron mi útero de otros órganos, quitaron quistes de sangre de mis ovarios y me limpiaron las trompas de falopio para hacerlas permeables. El doctor Barón me aseguró que era común que en esos casos, al limpiar los ovarios, se hubieran perdido varios folículos. Y como las mujeres solo tenemos una cantidad de óvulos limitada y definida desde la creación misma de los ovarios en el útero materno, llega un momento en que se acaban y hasta ahí llega nuestra existencia fértil.
Yo tengo otra teoría. Creo que mis óvulos salieron corriendo en el momento en que nos enteramos del costo de los colegios en Bogotá. Huyeron en un acto de caridad, pues sabían que esta familia de periodistas y escritores no estaría en capacidad de pagar dos pensiones escolares. Además, como aprendí a tejer hace casi dos años y no me gusta trasnochar, seguramente pensaron que yo ya estaría lista para la tercera edad.
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En todo caso, el duelo que le estoy haciendo al fin de mi fertilidad ha estado acompañado de sesiones extendidas de llanto, ataques de furia cada vez que me preguntan para cuando tenemos planeado el segundo bebé, y fuertes cuestionamientos a lo que define mi feminidad. Yo, una hija putativa de Judith Butler, convencida de que el género es una construcción social, he puesto todo el valor de mi identidad como mujer en unas hormonas que mi cuerpo dejó de producir. Quizás sea la demencia temprana, qué se yo.
Y luego vino lo más duro…
Cuando ya había logrado algo de sosiego y tranquilidad, cuando encontré paz en el regreso de una regla de mentiras, pero regla al fin y al cabo, llegó el golpe más duro. “Mamá, yo quiero un hermanito”, me dijo Luca de la nada mientras pasábamos unas muy merecidas vacaciones familiares en Londres. El primer viaje trasatlántico de nuestro hijo. La frase me pegó como un puño en la cara. No la esperaba. Tal vez el exceso de compañía adulta durante el viaje le había dado nostalgia de compartir con más niños. Quizás el hecho de que casi todos sus compañeritos del jardín hubieran dado la bienvenida a un hermanito o hermanita en los últimos meses también había calado en su inconsciente. “¿Por qué toda la gente tiene un hermano y yo no?”, preguntó luego. “Hablamos del tema cuando regresemos a Bogotá”, traté de disuadirlo unas tres veces, hasta que en un tren camino a Edimburgo no quedó contento con la respuesta. “El tema, mamá, es que yo quiero un hermanito”, me contestó con toda la sabiduría de sus tres años y cinco meses. Tomé aire, le agarré las manitos y le dije: “Mi amor, mamá tiene una enfermedad, un ayayay. No es nada grave, no duele. Pero ya no voy a poder llevar más bebés en mi barriguita. Tú fuiste el único”. Traté de mantener la voz serena, de mirarlo a los ojos con ternura, de darle toda mi calma. Fue inútil. Mis palabras despertaron en él un llanto profundo, de lágrimas gordas, desde lo más hondo de su corazón. Y no pude evitar llorar con él. Y así los dos lloramos juntos, rumbo al norte en una tierra antigua, mientras Santiago nos miraba desconcertado y sin saber qué decir. En ese instante entendí que mi cuerpo no solo estaba definiendo mi futuro fértil, sino posiblemente también la realidad familiar de mi hijo, tal vez condenándolo a una dolorosa soledad futura. Y juntos hicimos ese duelo.
Hasta hoy no ha vuelto a pedir un hermano. Han pasado tres semanas.
*Editora de SEMANA y autora de las novelas Un amor líquido y El cuaderno de Isabel (Grijalbo).