UNIVERSO CRIANZA

Todos en la cama

Que los hijos duerman solos, pasen la noche de largo y en su propio cuarto parece ser la medalla de honor a la que deben aspirar los padres modernos. El termómetro que mide la buena crianza. Pero ¿qué pasa con quienes creen que el apego es el camino correcto para sus familias? ¡Que alcen la mano quienes dejan que sus hijos duerman con ellos!

Carolina Vegas*
7 de abril de 2018
La lucha por aceptar que el colecho era quizás es el mejor camino para nuestra familia no fue fácil. | Foto: Pixabay

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Nos hubiéramos podido ahorrar lo que nos costó la cuna. Que además no era cualquier cuna, sino una que tenía una baranda removible para que pudiéramos pegarla a la cama. Creo que en total Luca no durmió más de una semana, si se juntan todas las horas, en esa pequeña camita con rejas. La odió desde el principio. Así como tampoco gustó mucho del moisés que le cosió mi mamá durante meses con tanto esmero, capa a capa. Un pequeño capullo caliente de tela azul con ositos marrones. Desde que nació, su lugar favorito para dormir fue al lado mío. Más bien al lado de la teta. Con el pezón al alcance de su boca para tomar leche caliente a demanda. Como un pachá. Feliz y tranquilo.

La lucha por aceptar que el colecho era quizás es el mejor camino para nuestra familia no fue fácil. Siempre había otras voces con comentarios, muchas veces no pedidos, sobre el tema. “Si no lo sacan ya de la cama, no va a salir nunca de ella”. “Va a ser un niño consentido y apegado”. “Tiene que aprender a dormirse solo”. Y mi favorita: “¿Ya pasa la noche derecho?” (esta siempre acompañada por una mirada inquisidora y profunda). Al principio sentí vergüenza e inseguridad. ¿Acaso seguir mi corazón y mi instinto podía ser malo para mi hijo? ¿Lo estábamos malcriando?

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La realidad es que, aunque Luca se despertaba varias veces a lactar (y así lo hizo durante casi dos años), juntos lográbamos dormir más horas que si él estuviera en otro cuarto. También era cierto que desde su nacimiento no quise dejarlo llorar jamás sin razón. Mi misión como madre siempre fue, es y será, poder proveerle consuelo, seguridad y paz. Entonces desde que me hablaron del método del doctor Eduard Estivill, que se basa en, palabras más palabras menos, dejar que el bebé llore hasta que se consuele solo y se duerma, me sonó terrible. Aun así los juicios ajenos me hicieron sentir que por permitir a mi hijo dormir conmigo le estaba haciendo un mal. Cuando Luca cumplió un año me dejé convencer y convencí a Santiago (que siempre se opuso, pero yo insistí) a que ‘entrenáramos’ a Luca para que durmiera solo y en su cuarto. Todos nos dijeron que sería fácil, que máximo lloraría dos horas y caería exhausto. La primera noche Luca lloró casi siete horas de largo. Nosotros hicimos turnos para sentarnos al lado de la cuna y tomar su mano toda la noche. Pero eso no lo calmó. La segunda noche también lloró por horas. La tercera noche Santiago llegó con el niño en brazos y dijo: “No más. ¡Así no!”.

Le agradezco hasta el día de hoy su fortaleza. Yo tenía los nervios demasiado alterados para tomar una decisión racional y me sentía muy afectada por sentir que traumatizaría a mi hijo sin importar qué hiciera. Luca regresó a nuestra cama y la tranquilidad retornó a nuestras vidas. Y más allá de esas dos noches del infierno, mi hijo siempre ha dormido conmigo o con su papá en nuestra cama. Poco antes de cumplir dos años sus abuelos le regalaron una cama bajita y nosotros embodegamos la cuna. Nunca lo obligamos a dormir ahí. Fue él quien una noche dijo: “Quiero dormir en la cama de Luca”. Y así, de manera orgánica, mi hijo decidió cuándo estaba listo para salir del lecho, por unas cuantas horas cada noche, porque siempre retorna a nuestra cama en la madrugada. Hoy es un niño independiente, feliz, inteligente, que sabe que sus papás siempre están allí para él y que ha asumido con madurez los cambios en su vida, como dejar la teta y luego el pañal. Sin drama, sin angustia. Mi gran equivocación fue pretender seguir un modelo en apariencia correcto, pero que no era bueno para nosotros.

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No pretendo decir que el colecho es el camino adecuado para todas las familias. Lo que quiero decirles es que si lo practican, si hay gente que los presiona a que lo dejen, o si creen que sus bebés de meses son anormales porque no duermen 12 horas seguidas, no están solos, y ante todo, no son anormales. No están haciendo nada malo. “Después de los 6 meses los niños pueden comenzar a pasar la noche derecho, pero entre los 8 y los 9 meses hay algo puntual, empiezan otra vez a despertarse. ¿Por qué pasa eso? Porque empiezan las pesadillas y ellos empiezan a ser conscientes de las pesadillas y esto coincide con la salida de los dientes. Más o menos a los 2 años empiezan ya a dormir derecho en forma”, me aseguró la pediatra Clara Abello.

El doctor James McKenna, director del laboratorio de comportamiento del sueño de madre y bebé en la Universidad de Notre Dame, define el colecho como: compartir el espacio de sueño a una distancia cercana, en donde se puede sentir al otro, ya sea por el tacto, el sonido, el olfato o la vista. En su experiencia esta práctica es biológicamente apropiada y acorde a nuestra naturaleza mamífera. “Yo siempre digo que es mucho más seguro que una madre y un bebé que lacten compartan la cama, a un bebé y un mamá que toman tetero compartan la cama. La lactancia aumenta la sensibilidad de ambos en cuanto a la presencia del otro”, asegura él. “La lactancia está directamente relacionada a dormir cerca del bebé”. Los bebés humanos necesitan apego, pues dependen absolutamente de sus cuidadores. Y cuando son recién nacidos o de meses, necesitan alimentarse muchísimas veces en el día y la noche, porque sus cuerpos y cerebros están en pleno desarrollo. Además, según este experto, es bueno que un bebé se despierte varias veces, porque este acto lo ayuda a oxigenar y a recordarle al cerebro que debe respirar. Es decir que lo protege de las apneas, que pueden ser comunes en un cerebro inmaduro, como en efecto es el de un bebé. Dormir acompañados los ayuda a saber despertarse, que también es un mecanismo de defensa en contra de la apnea. Así mismo les ayuda a conservar la temperatura corporal, que ellos no saben regular solos.

Eso sí, para dormir juntos se deben seguir medidas de seguridad. Es necesario tener un espacio suficiente para todos. Nada de cojines extra, ni cobijas demasiado pesadas, así como cero tabaco, drogas o alcohol en el organismo de los adultos que comparten lecho con el infante. Tampoco es recomendable dormir juntos en un sofá o en una silla reclinomática.

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“Antes nos asustábamos mucho con el colecho, porque en psiquiatría siempre nos enseñaban que para el desarrollo del niño no daba independencia y generaba un apego constante”, me contó la doctora Abello. “Ya ahorita la tendencia es: ¿quiere hacer colecho? ¡Fresco! Eso sí, es clave que ellos tengan su lugar. Un espacio para dormir que sea de ellos solitos y que puedan usar si quieren salir de la cama de los papás”.

Al final del día, lo importante es seguir nuestro instinto. En el afán de la racionalidad a veces olvidamos que somos animales, que nuestros bebés nos necesitan porque dependen de nosotros y que las decisiones sobre crianza siempre las debemos tomar nosotros mismos, desde un lugar de amor y pensando en qué les queremos ofrecer a nuestros hijos. Todos, un día, dejamos de dormir en la cama de los papás, aprendimos a usar un baño y a tomar leche de un vaso (o a dejar de tomar leche porque nos cae pesado). El tiempo pasa muy rápido y no vale la pena vivir con arrepentimientos. ¡Que viva el apego!

*Editora de SEMANA y autora de las novelas “Un amor líquido” y “El cuaderno de Isabel” (Grijalbo).