NACIÓN

Vivir y morir en la otra Colombia

La historia del penoso proceso de una familia para recuperar el cuerpo de un guerrillero “dado de baja” en un bombardeo.

Ramón Campos Iriarte
31 de enero de 2021
La Armada hace presencia con sus barcos armados sobre el rio San Juan. | Foto: Ramón Campos Iriarte

En la madrugada del pasado 30 de enero, un estruendo hizo retumbar la selva. El cielo se iluminó como si fuera medio día. Las bombas cayeron, destrozando árboles, cambuches y cuerpos. Después vinieron las ráfagas, atravesando todo a su paso.

En el campamento, cerca del resguardo indígena de Chagpien Tordó en el bajo San Juan chocoano, dormían algunos guerrilleros, ninguno de ellos con alto rango dentro del ELN. Uno de ellos murió al instante, y otros tres quedaron malheridos.

Dos guerrilleros fueron recogidos por los barcos de la Armada que llegaron al lugar del bombardeo y remitidos a la Clínica Santa Sofía del Pacífico, en Buenaventura —“Santa Muerte”, la llaman en la región, “donde entran 100 y salen 5”. Allí murieron los dos jóvenes, una semana después de la operación del gobierno. Los partes médicos daban cuenta del deceso de dos N.N. de 16 y 34 años, con detalles horribles. Los partes militares se limitaron a reportar la captura —y luego la muerte— de alias “Yuber” y alias “Natalia”. El tercer guerrillero herido fue recogido por una comisión del CICR, pero también murió poco después, en el camino hacia un hospital de Istmina.

En la prensa y desde la distancia, los partes médicos y militares finiquitaron la historia. Pero en la guerra y desde cerca, éstos partes decretan el inicio de otra nueva lucha, penosa y a veces demasiado larga: la de las familias de los guerrilleros “dados de baja”.

Desde hace ya varios años, el sur del Chocó ha sufrido esta guerra. Los grupos armados llegaron allí a principios de la década pasada y, cómo siempre pasa, la población se ve involucrada en el conflicto. Las guerrillas se fortalecieron, los paramilitares arremetieron y cada pueblito fue poniendo sus muertos. Por su situación geográfica, los cadáveres de los municipios del Medio y Bajo Baudó, Medio San Juan, Nóvita y Sipí, al sur del departamento, son remitidos a la morgue de Cali, a varias horas en lancha y otras tantas en bus de estos municipios.

Estudiantes chocoanos celebran con una procesión el día del idioma en Noanamá. Foto: Ramón Campos Iriarte

En la época de actividad de las FARC “bajaban” muchos muertos. Cuentan los lugareños que el personal de la morgue cobraba hasta 10 millones por entregar un cadáver sin hacer preguntas. Así, el miedo de reclamar el cuerpo de un guerrillero fue monetizado: la morgue se convirtió en negocio. Y con el tiempo, los rumores se volvieron verdades: se cree que si los familiares de los guerrilleros reclaman sus muertos, las autoridades los pueden interrogar, los “empapelan”, los persiguen y hasta los encarcelan. Además, en una de las zonas más pobres de Colombia, pocas familias pueden costear un viaje a Cali para llevar de vuelta el ataúd de su pariente.

En la cultura de las comunidades negras e indígenas del Pacífico, la muerte es un tema social muy importante: los velorios son ceremonias indispensables y, según la tradición, deben realizarse para que el alma del que parte pueda descansar, para que sus familiares puedan estar en paz en su propio duelo.

Los cuerpos de los dos jóvenes que murieron en la clínica Santa Sofía fueron llevados por las autoridades a la morgue en Cali, de acuerdo con el procedimiento estándar. El tiempo pasaba, pero el dolor de las familias seguía ahí. Finalmente, a mediados de abril, gracias a la petición de su comunidad, la Cruz Roja Internacional aceptó gestionar y costear la repatriación del cuerpo de “Yuber” a su región; había estado un mes y medio en el cuarto frío de la morgue. Fue transportado por el rio San Juan desde el Bajo Calima y, finalmente, lo enterraron en Noanamá junto a su abuela y en presencia de familiares, amigos y conocidos de su pueblo. Tradicionalmente, el cementerio de Noanamá ha servido de Campo Santo para varias comunidades de la zona. A falta de un cura que oficiara el entierro, la Madre Carmen, de la misión de hermanas Lauritas, le dio cristiana sepultura. Alias “Yuber” tenía nombre: Jose Wilmer; y además tenía 17 años y no 34.

“Natalia”, quién murió de 16 años, no corrió con la misma suerte. Dicen los habitantes de la zona que, según la tradición de su comunidad indígena, al pasar tanto tiempo sin ser sepultada su alma se pierde. Ya nadie reclamará su cuerpo.

Marcos, el otro joven que murió poco después del bombardeo, nació en una comunidad negra del medio San Juan. Su padre falleció cuando él era muy niño. Ante las condiciones adversas de la región, Marcos encontró refugio —una nueva familia y un plato de comida asegurado– en las filas guerrilleras. Creció en el Frente de Guerra Occidental del ELN.

Según Jesusita Moreno, una respetada líder de las comunidades del San Juan, ésta es la historia común de muchos jóvenes que terminan enredados en la guerra. Jesusita es célebre por su férrea defensa del derecho de los civiles a mantenerse al margen del conflicto. A Noanamá, su pueblo, lo han venido estigmatizando, dice, puesto que está en medio de la zona de confrontación y porque en su cementerio se entierran los caídos en la región, sin importar con qué grupo hayan militado.

Las autoridades comunitarias de Noanamá están preocupadas, pues ven venir un inminente escalamiento en la confrontación entre el gobierno y el ELN, si no se decreta pronto un nuevo cese al fuego como el de octubre a enero pasados, que llevó un respiro de paz a la zona. En una reunión con la comunidad a finales del mes pasado, Jesusita Moreno radicó una carta abierta en la que le recordaba a los actores armados los compromisos adquiridos anteriormente, los cuales rigieron la dinámica de la guerra en esta zona hasta hoy: mantener las acciones armadas lejos de los cascos urbanos, no establecer campamentos a menos de un kilometro de los caseríos, no hacer presencia con uniforme y armas en las comunidades.

La tensión se siente. Al entrar y salir por el San Juan, la única vía de acceso, las embarcaciones son detenidas por las pirañas de la Armada, que requisan a los pasajeros y su carga —periodistas incluidos— y les preguntan de donde vienen y para donde van. Dado que la cara amable del Estado sigue sin llegar al sur del Chocó, la presencia de los militares y sus barcos armados hasta los dientes genera zozobra entre los pobladores.

Ojalá que la preocupación de Jesuita y su gente no sea un presagio de tormenta en el sur del Chocó.

Jesusita Moreno, una de las líderes más importantes del sur del Chocó. Fotos: Ramón Campos Iriarte

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