Región del Catatumbo
Cinco días por el Catatumbo: vivir en medio del fuego cruzado
La tensión no deja que se respire calma plena por esta región. Las balas han opacado la riqueza campesina que se esconde en sus montañas, llenas de cultivos y colores, que el país no ha podido descubrir.
La caravana bordea las gigantes montañas del Catatumbo por medio de un camino empolvado que levanta tierra y dificulta la vista. Se necesitan más de un par de ojos vigilantes del horizonte para no caer por un precipicio y urge mantener las ventanas cerradas para que el polvo no se filtre dentro de la cabina y produzca un ataque de tos certero y asfixiante.
Son siete horas por carretera. Cinco en una calzada de buen estado que comenzaron inmediatamente desde que el vuelo aterrizó con precisión entre las montañas de Bucaramanga hasta llegar a Ocaña, y otras dos sobre una de las venas destapadas que llegan a Convención, el primer municipio que la misión de la Defensoría del Pueblo y tres medios de comunicación realizaron durante cinco días por la región.
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Grafitis de la disidencia de las Farc, del ELN y EPL se ven constantemente en las paredes de casas abandonadas por todo el Catatumbo © Santiago Ramírez Baquero
Hasta hace un par de meses el mapa de la violencia en esta región del país se reconfiguró. Hasta entonces una guerra librada entre el ELN y el EPL tenía azotado al Catatumbo en una desconexión con el resto de Colombia y en una crisis social que pegaba duro desde todos los frentes. Hablan de una alianza. Pero las balas no cesan.
Históricamente los once municipios que comprenden esta zona han vivido bajo el fuego de los grupos insurgentes, el Ejército y ahora, bandas criminales que no tienen nombre ni apellido.
La llegada de la Fuerza de Despliege Rápido (Fudra III) del Ejército no trajo paz. Así lo percibe la gente. “Usted tiene dos fusiles enfrentados y le pone un tercero… ¿usted cree que eso va a traer calma?”, dijo Wilder Franco, uno de los líderes sociales más destacados del Catatumbo, título que significa para él recibir a diario amenazas e intimidaciones.
El padre de Dimar Torres pidió ante el Defensor del Pueblo que el Estado le pague una indemnización por el asesinato de su hijo © Santiago Ramírez Baquero
Por el camino, grafitis de la disidencia del frente 33 de las Farc, del EPL y el ELN intimidan a cualquier visitante. Aparecen en pleno casco urbano de Convención y por la carretera que conduce hasta la vereda Campo Alegre.
José Manuel Torres mueve rápido los ojos de un lado a otro y el timbre de su voz al hablar avisa que en cualquier momento se quebrará en mil pedazos. Sus manos, intranquilas, llenas de callos, negras por la tierra, tiemblan de los nervios. “Yo no hago más sino llorar, yo soy un viejo de 74 años que ya no trabaja como antes. Mi hijo era el único que me mantenía y ya no lo tengo conmigo”.
Su hijo es Dimar Torres, el excombatiente de las Farc que dejó las armas y que, en una noche, cerca de su vereda, fue sorprendido por militares de la base Sinaí que le dispararon seis veces y le quitaron con su vida. No tranquilos con el crimen intentaron enterrarlo para que nunca se supiera que algo así había pasado.
Los campesinos aseguran que cada día helicópteros sobrevuelan cerca al oleoducto Caño Limón Coveñas. Además denuncian que la presencia militar no les da la sensación de seguridad © Santiago Ramírez Baquero
Por las pronunciadas pendientes se ve el amarillo verdoso que resalta a los lejos los cultivos de coca. Varios campesinos, sin mayor alternativa, dejaron los cultivos de café, plátano y yuca porque no son tan rentables como el negocio de la droga. Viven con el temor de que los señalen como guerrilleros o narcotraficantes.
El pago por cultivar coca suple apenas las necesidades básicas para muchas familias. Varias de ellas decidieron sustituir los cultivos por alternativas que estuvieran en la “legalidad”, tras los acuerdos de paz de La Habana. Sin embargo, el gobierno ha incumplido con los proyectos productivos y poco a poco las familias campesinas regresaron a la coca.
Muchas carreteras existen gracias a la comunidad que tumba monte, la mayoría son trochas que en época seca no dejan ver bien a quienes van a volante © Santiago Ramírez Baquero
“El gobierno nos señalará por cultivar coca, pero nos incumplió con la sustitución de cultivos”, dijo un campesino que no quiso dar su nombre.
En Convención hay un nivel alto de militarización, no solo en zonas rurales sino también en el casco urbano. El alcalde de ese municipio, Hermes Alfonso García, dijo que la inseguridad ha llegado a las calles. Los asesinatos, dicen los habitantes, se han vuelto comunes.
La carretera polvorienta no cambia cuando se quiere llegar hasta El Carmen, un pueblo de casas coloniales, coloridas, calles empedradas y una plaza central llena de vida, a menos de dos horas en carro desde Convención.
Un peaje informal puesto por la misma comunidad recolecta $5.000 pesos por carro que pasa por la trocha. No hay una buena carretera para llegar a El Carmen, por eso los campesinos reùnen plata para construirla © Santiago Ramírez Baquero
Aunque a diferencia de Convención, en El Carmen la inseguridad no se siente en sus calles de otro tiempo. Sin embargo, fuera del casco urbano, en los corregimientos y veredas, la tensión sube de temperatura.
Es usual por estos caminos destapados encontrarse con peajes informales, casetas de palo y lona cuidadas por un grupo de personas que se aseguran de cobrar 5.000 pesos a quien desee cruzar. Una pita en vez de talanquera y un recibo azul que certifica el pago del dinero en el que el cobrador promete que servirá para mantener en buen estado la trocha o en su efecto para seguir tumbando montaña y construir más vías, venas destapadas que comuniquen al Catatumbo.
Los problemas no solo tienen que ver con una guerra entre narcotraficantes, guerrillas, bandas criminales y fuerzas armadas del Estado. Si bien los municipios presentan una economía diversa, algunos son más pobres que otros. Lo constante es la poca o nula presencia de las instituciones estatales en este rincón de Colombia.
Una misión médica permanente intenta prestar servicios a la comunidad en El Carmen y en su vecino Hacarí. En los municipios donde hay hospital o centros de salud hay muy pocos médicos para atender a toda la población. Sin dejar a un lado que, al estar en una zona en guerra, los grupos armados insurgentes muchas veces solicitan que un médico atienda a algún herido en una zona distante.
El conductor de una ambulancia en la región dijo que los grupos armados lo llaman para que preste servicio de salud. En la otra fotografía, se ven agujeros de balas en la pared de la estación de Policía de Hacarí © Santiago Ramírez Baquero
Aunque la atención se presta, es insuficiente para un pueblo como Hacarí atender a 15.000 personas con solo dos médicos. Muchas personas mueren por enfermedades que son tratables o curables.
Hacarí es un pequeño municipio donde la Policía y el Ejército colaboran y se atrincheran en conjunto. Donde los huecos de las balas parecen recientes en las paredes de la estación de policía. Incrustado en la montaña, por sus calles empinadas ahora la gente intenta vivir con mayor tranquilidad desde que las fuerzas del Estado tienen presencia.
Sin embargo, para muchos no se puede dejar a un lado el pensamiento constante de la muerte. Bella cuando es natural y traumatizante cuando llega antes de tiempo. Dolorosa siempre.
Una familia vela a un familiar que murió de muerte natural en El Carmen. En Aguachica, Cesar, otra familia marcha hacia el cementerio con una menor de edad que asesinaron personas desconocidas. © Santiago Ramírez Baquero
El Catatumbo, a pesar de que está sumido en una guerra constante, es una región vasta y rica en cultivos. Se ven cafetales, fresas rojas, regaderas en la montaña y, a lo lejos, un campesino que recolecta lo que con paciencia ha sembrado.
Los tonos de verdes son cientos, los árboles todavía mantienen tupidas muchas de las montañas. El Catatumbo es una región que no ha sido del todo explorada, porque las balas han opacado tanto color.
Aunque se ven muchos cultivos de coca por las montañas gigantes hay campesinos que le apuestan a cultivar alternativas para no ser parte del ciclo del narcotráfico © Santiago Ramírez Baquero
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