Amazonas

“Por mis venas no corre sangre sino el agua del río Amazonas”

Así lo asegura un joven indígena leticiano, que dejó su trabajo como pescador para convertirse en uno de los lancheros fluviales que recorren el Amazonas, desde Leticia hasta el municipio de Puerto Nariño

17 de abril de 2019
Javier Antonio Pérez durante el recorrido de 75 kilómetros que hace a diario. | Foto: Jhon Barros

Javier Antonio Pérez, un leticiano delgado de piel color melaza y estatura promedio, asegura que en sus 22 años no ha habido un solo día en que no haya contemplado las carmelitas aguas del río más caudaloso y extenso del mundo: el Amazonas.

Lo ha observado con respeto desde que nació, ya sea desde la casa flotante donde aún vive con sus padres, ubicada en la frontera fluvial entre Colombia, Perú y Brasil, o en los incontables recorridos en lanchas y canoas que ha hecho con su papá desde que tenía cuatro años.   

Pero fueron esas expediciones padre, hijo y río las que le inculcaron a este indígena de la etnia Cocama, el conocimiento, amor y respeto por el Amazonas, y le dieron los insumos y cimientos para su futura vida laboral en la adultez.

“Primero solo acompañaba a mi papá a pescar y a perderme en los paisajes del río. Era un simple espectador. Pero como vio que tenía agilidad, a los 10 años me enseñó las técnicas ancestrales de la pesca y los movimientos necesarios para transitar con seguridad por la superficie del Amazonas”.


 

El río Amazonas es una de las principales rutas de comercio del departamendo. ©Jhon Barros




Poco a poco, Javier Antonio fue convirtiéndose en un experto pescador de pargos, palometas, bocachicos, bagres, motas, pirañas y pirarucús, y fue aprendiendo las mágicas leyendas del río, como la del delfín rosado: cuentan que este animal, emblema de la zona, cuando sale a la superficie, puede convertirse en hombre para enamorar a las mujeres jóvenes que se bañan en sus aguas.
 


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“Con todo el conocimiento, a los 13 años decidí empezar a trabajar como pescador independiente, sin mi papá, para así poder llevar más plata y comida a la casa. Pero nunca dejé de estudiar. Pescaba por la mañana e iba al colegio por la tarde. Logré graduarme como bachiller”, asegura este joven que rara vez se quita sus gafas negras.

Entre peces, atarrayas, lanchas y las aguas amazónicas transcurrió la adolescencia de Javier. Así fue hasta que cumplió los 18 años, justo cuando empezó a despegar el turismo en Leticia; eso lo llevó a replantear su forma de vida.

 


«La pesca era más sufrimiento que ganancia. Lo que generaba plata era el turismo, así que con mi papá decidimos hacer un curso oficial para que nos dieran la licencia para trabajar como lancheros fluviales. Cambiamos los pescados por los recorridos a extranjeros»


 


Nace un lanchero

Con la licencia en sus manos, Javier Antonio fue contratado como lanchero fluvial de Selvatour, operador que le presta sus servicios a la firma vacacional On Vacation, que tiene un hotel a 10 minutos del muelle de Leticia. Por su parte, su papá empezó a hacer recorridos para la Empresa de Energía de la ciudad.

Ya lleva tres años como lanchero. Todos los días sale de su casa flotante a las 5 de la mañana. Luego de desayunar, darse la bendición y encomendarse a Dios, sale hacia el muelle de Leticia, sitio donde dormitan cientos de lanchas, botes y canoas que hacen recorridos turísticos por el río.

Allí lo espera inmóvil El Grillo, una lancha color verde militar por fuera y blanco por dentro con capacidad para ocho personas, con la cual hace recorridos diarios por 75 kilómetros del río Amazonas.

Ya subido en El Grillo, Javier prende motores y coge rumbo por el río hacia el hotel de On Vacation, donde un operador le asigna el turno de turistas, en su mayoría provenientes de Europa y Estados Unidos.



 

Javier Antonio Pérez recorre el río Amazonas desde recién nacido. A sus 10 años comprendió las diferentes técnicas de pesca. © Jhon Barrera



“Solo hago un tour diario, que arranca a las nueve de la mañana y termina hacia las cuatro de la tarde. El recorrido consta de cuatro paradas: la Isla de los Micos, el avistamiento de los delfines rosados, la fábrica de artesanías de Macedonia (hogar de los ticuna) y el municipio de Puerto Nariño”.

Aunque pareciera una rutina monótona, su trabajo nunca lo aburre. “Cada tour es diferente, con nuevas personas, historias, risas y sustos. Además, soy afortunado de hacer lo que me gusta, navegar por el río que tanto quiero y que considero como un miembro más de la familia”.

Para Javier Antonio, no todos podrían desempeñarse como lancheros fluviales. “Un buen lanchero debe conocer muy bien el río o se lo devora. Hay que saber por dónde navegar, hacerle el quite a los remolinos y no alterar el hábitat de sus especies. Y eso solo lo sabe alguien como yo, que lo conoce desde que nació y que lo lleva en su ser”.

Además de lanchero y pescador, este hombre es un nadador experto. 
 


«No recuerdo que alguien me haya enseñado a nadar. Es un conocimiento innato que llevamos los que somos hijos del río. Por mis venas no corre sangre, sino agua. Hasta en el signo del zodiaco llevo ese líquido: soy un pisciano en todo sentido de la palabra»


 

El muelle turístico de Leticia es reconocido porque está junto a la frontera que comparten Colombia, Brasil y Perú. © Jhon Barros



Aún no tiene familia propia, ni una novia oficial. Dice que solo tiene varias amigas para pasar sus pocos ratos libres, ya que está muy joven para amarrarse con una relación seria.

“Cuando me organice y tenga hijos quiero continuar con el legado de mi padre, es decir enseñarles a querer, respetar y navegar por el río. No pretendo imponerles que sean pescadores o lancheros, pero sí que conozcan el significado del Amazonas y que tengan conciencia por el medio ambiente”.

Su sueño más cercano es poder comprar su propia lancha, para lo cual ahorra cada peso que le entra. “Aporto para los gastos de la casa. Lo demás me lo voy guardando. Entre mis planes está aprender inglés. Eso me puede abrir más puertas para montar mi propio negocio”.


Risas diarias

En sus tres años como lanchero fluvial, Javier ha sido testigo de muchas anécdotas, pero recuerda con mucha gracia dos de ellas.

“Una era con un gringo que medía como dos metros. Era bien cuajado y blanco como un queso. Cuando se subió al Grillo casi nos voltea a todos. Me tocó hacer maromas para que no cayéramos. Otra fue con una europea que quiso bañarse en el río. Cuando le salió un delfín rosado casi le da un infarto”.

Al terminar cada tour, Javier Antonio encalla al Grillo en el muelle de Leticia y contempla por unos minutos a su gran amigo de aguas carmelitas. “Le agradezco permitirme vivir de él y que nunca me haya ocurrido algún accidente. Soy muy prudente en mis recorridos, ya que soy consciente de que el Amazonas es el que manda”.