SALUD
La pornografía y su incidencia en el incremento de las violaciones grupales y otros tipos de violencia sexual
El caso de la francesa Mazan, a la que violaron 80 hombres, abre el debate sobre la incidencia de la pornografía en el incremento de violaciones grupales y otras violencias sexuales. Por María Hernández-Mora*, psicóloga clínica y Ph. D. en Psicología.
En Francia, todos estamos estupefactos ante las violaciones de Mazan. Estas violaciones cuentan la historia de 80 hombres corrientes, la mayoría de ellos sin diagnóstico psiquiátrico ni antecedentes penales, con edades comprendidas entre los 26 y los 73 años, que perpetraron más de 200 violaciones a una misma mujer. Lo más inconcebible y desconcertante es que esos hombres podrían ser nuestros amigos, nuestros seres queridos, nuestros cónyuges. Existe temor legítimo en las mujeres que descubren los detalles de este sórdido asunto. Por desgracia, el fenómeno de las violaciones masivas dista mucho de ser nuevo. Puedo citar el caso Bukkake en Francia, en el que participé evaluando psicológicamente a las víctimas. Estos casos nos interrogan sobre las causas subyacentes del aumento de la violencia sexual, ya sea en un marco secreto y oculto, o en un grupo abierto de WhatsApp.
Los jueces de menores de edad también están alarmados por el aumento del número de violaciones cometidas por menores, y surgen las preguntas de la razón para que estas tragedias inaceptables sean cada vez más recurrentes. ¿De quién es la culpa?
Son muchas las hipótesis que se oyen en Francia: ¿patriarcado? ¿Cultura de dominación masculina? ¿Pulsiones tiránicas las de los hombres, en una sociedad que las ensalza e insiste en consumir y disfrutar de un sexo cuanto más intenso, mejor? ¿O adicción sexual, utilizada como pretexto, en hombres particularmente vulnerables desde el punto de vista psicológico?
Lo que llama la atención es la ausencia de una reflexión seria sobre el impacto del consumo de pornografía del adulto y su papel en el incremento de la citada violencia. Ver pornografía es considerado un asunto privado, una elección personal, un derecho legítimo y protegido de los adultos. Bajo el estandarte de la libertad sexual, nos enorgullecemos de consentir que busquen y encuentren, sin esfuerzo alguno y de forma ilimitada, un placer sexual inmediato e intensamente potente. ¿Será necesario que salgan a la luz otros escándalos sórdidos para que se cuestione el consumo, frenético y masivo, de la pornografía en nuestra sociedad?
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En Francia, el 51 por ciento de los jóvenes de 12 a 13 años y el 65 por ciento de los de 16 a 17 consumen regularmente pornografía. Uno de cada cuatro adultos consume pornografía cada semana. Además, en 2022, Francia era el tercer país del mundo entre los mayores consumidores de pornografía estadounidense. Estas cifras hablan de lo que algunos sociólogos describen como una “sociedad pornificada”, es decir, gran parte de las personas interactúan entre sí con un aprendizaje implícito de los esquemas y pautas pornográficos, absorción a menudo inconsciente pero muy eficaz.
Los hombres se convencen de que el impulso requiere una gratificación intensa e inmediata, y las mujeres adoptan actitudes sexuales negándose a sí mismas, adaptándose a las necesidades imperiosas de los hombres que las rodean. Este esquema de desigualdad de roles convierte a las mujeres en víctimas, aparentemente deliberadas, a través de la sumisión sexual aprendida.
Los estudios científicos también consideran que el uso creciente de pornografía generalizada aumenta la probabilidad de que las mujeres se conviertan en víctimas de violencia sexual, y que los hombres utilicen la coacción y la violencia sexual con ellas. En Francia, casi uno de cada dos franceses (47 por ciento) ha intentado reproducir posturas o escenas vistas en películas pornográficas, un aumento respecto a 2009 (40 por ciento).
Así, mientras aceptamos que la pornografía impregna la imaginación y la sexualidad de las personas, y que su uso está extendido, fomentado y banalizado, oímos a periodistas, figuras políticas de todo horizonte u organizaciones de defensa de los derechos de la mujer exclamar con determinación: “¡Dejemos de creer que el cuerpo de la mujer está al servicio del hombre!”. Qué increíble paradoja.
En mi opinión, ya es hora de poner fin a esta complacencia. Ignorar los efectos perversos de la pornografía es permitir que prolifere una cultura de la violación en la que las mujeres son sistemáticamente reducidas a objetos, productos deshumanizados de los que se puede disponer a voluntad.
Las violaciones de Mazan son solo la punta del iceberg que revela una realidad mucho más oscura y profunda: la de una sociedad que no comprende que la sexualidad es una experiencia relacional que implica a toda la persona dentro de un marco afectivo, ético y moral, y no un producto de consumo en el que el placer personal se convierte en el único vector y propósito.
La pornografía transmite la idea de que no importa lo que le hagas a una mujer, en cualquier momento, en cualquier lugar y de cualquier manera, ella lo disfrutará y pedirá más.
En 2020, un estudio científico sobre el contenido de los portales pornográficos más vistos mostró que el 45 por ciento de los videos contenían violencia física (azotes, bofetadas, asfixia, tirones de pelo, etc.). En el 97 por ciento, el blanco de la violencia era la mujer, que mostraba una reacción neutra o incluso positiva. En este sentido, como expone el catedrático Lluis Ballester, muchos videos pornográficos constituyen una exhibición de una actividad delictiva que, lejos de provocar un sentimiento de rechazo o repugnancia en el usuario, le proporciona un intenso placer y una sensación de impunidad. La línea entre lo aceptable y lo inaceptable, lo lícito y lo ilícito se difumina. Sin saberlo, la pornografía hace más deseable la violencia sexual y asocia el placer al dolor.
Esta erotización de la violencia implica una desconexión moral y empática, uno de los principales factores de riesgo para perpetrar actos de violencia sexual. Numerosos estudios científicos muestran que el consumo frecuente de pornografía favorece, con el tiempo, la impulsividad sexual, la insensibilidad ante el sufrimiento ajeno, la disminución de la empatía, la tendencia a ver a la mujer como un objeto y la perpetración de comportamientos coercitivos y agresiones sexuales (físicas y verbales).
La señora Pélicot, víctima del caso de Mazan, afirma: “Me trataban como a una muñeca, como a una bolsa de basura” o “Yo era su cosa”. Estas palabras definen muy bien lo que es la mujer en la cultura pornográfica: un medio sin identidad ni dignidad para alcanzar fines masculinos de placer despersonalizado, desafectado o incluso pervertido.
En Francia, las categorías pornográficas más vistas son “adolescente”, “zorra”, “colegiala”, “destrozar”, “estrangulamiento” y “fantasía familiar” (ARCOM, 2023), apologías descaradas de la “pedofilicriminalidad”, la violencia y el incesto. Estos contenidos son vistos sin restricción alguna por hombres y mujeres corrientes, que en su mayoría no son pervertidos ni malintencionados. Simplemente, están pornificados en el sentido sociológico del término: sus cerebros, insensibilizados a la violencia virtual, encuentran una excitación intensa que ninguna otra experiencia sexual podría proporcionarles. Esta carrera hacia el placer desbordante está alimentada por una industria todopoderosa que proporciona al sistema de recompensa de nuestro cerebro lo que más le gusta: ¡lo necesario para disparar los niveles de dopamina!
Lamentablemente, las violaciones de Mazan ilustran cómo la ficción pornográfica se convierte en realidad.
*María Hernández-Mora, psicóloga clínica y Ph. D. en Psicología por la Universidad de París. En el hospital Simone Veil creó la primera unidad de Francia especializada en adicción a la pornografía, donde atiende a personas de todo el país. En la Universidad de París Cité investiga sobre los efectos del consumo de pornografía en la salud mental y sexual. Como miembro de la asociación Dale una Vuelta, lucha para que se traten y prevengan los daños causados por la pornografía. Al terminar la carrera hizo prácticas en Bogotá, en la Fundación Afecto.