Opinión
Dejar de sabotearnos: el primer paso hacia el verdadero éxito
¿Cuántas veces nos han dicho directa o indirectamente que no somos suficientes? Y lo más grave, ¿cuántas veces lo hemos creído? Uno de los mayores aprendizajes que podemos abrazar en estas situaciones es desafiar la falta de confianza y convertirla en motor.

Mucho se ha hablado sobre el síndrome de la impostora y cómo puede influir en nuestras vidas hasta hacernos responsables, en gran parte, de lo que nos sucede. La vulnerabilidad no es el opuesto de la fuerza: es su raíz más profunda.
De hecho, estudios publicados en Journal of General Internal Medicine estiman que hasta el 82 por ciento de las personas han experimentado el síndrome del impostor en algún momento de su vida, atribuyendo sus logros a factores externos como la suerte, en lugar de reconocer sus propias capacidades y esfuerzos. Este patrón de pensamiento, centrado más en las dudas internas que en las circunstancias externas, confirma que muchas veces somos nosotros mismos quienes saboteamos nuestras oportunidades.
Recuerdo una entrevista de trabajo de hace algunos años. La había deseado desde que salí de la universidad. Soñaba con trabajar en esa empresa: su industria, su imagen y además la posición me atraía muchísimo. Creo que ni siquiera pregunté por el salario; mi único interés era ser contratada. Creí que lo había planeado todo. Hoy sé que pude haberme preparado mejor. Primer aprendizaje: la disciplina y la planeación son innegociables.
El día de la entrevista, mientras me vestía, empecé a dudar. Cambié de ropa un par de veces y al final, escogí algo a último momento. Segundo aprendizaje: hasta los detalles más ‘sencillos’ comunican y tu imagen es tan importante como tu discurso.
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En el trayecto a las oficinas, comencé a sentirme insegura. ¿De verdad merecía ese cargo? ¿Estaría suficientemente preparada? ¿Qué tal si había candidatos con mejores notas, más idiomas, más experiencia? Incluso pensé que mi edad podía jugarme en contra: me sentía muy joven para ese desafío. Durante 45 minutos, mi mente se llenó de dudas. No recuerdo haber validado ni una sola de mis fortalezas, ni mi experiencia, ni el esfuerzo que me había traído hasta allí.
Mientras avanzaba hacia la entrevista, me di cuenta de algo aún más importante que la experiencia que pudiera tener o no: ya me estaba saboteando. Antes de que otros decidieran si era adecuada, yo misma me había descartado. Mis dudas, mis inseguridades, mis miedos hablaban más fuerte que mi preparación. Es increíble cómo, a veces cuando finalmente llega aquello que tanto soñamos, no nos sentimos dignos de recibirlo.
La entrevista, como era de esperarse, no salió como quería. Aunque fueron amables, la conversación no fluyó con la confianza ni la seguridad que yo misma había debilitado antes de llegar. Un par de semanas después, recibí el correo: “Estimada Silvia, agradecemos tu interés en trabajar con nosotros... Aunque tienes competencias muy interesantes, en esta oportunidad hemos decidido avanzar con otro candidato.”
Ese “no” dolió. Me invadió un vacío en el estómago, unas ganas enormes de llorar. Pasé horas preguntándome: ¿Qué hice mal? ¿Qué me faltó? Cada vez que le contaba a alguien que no había sido seleccionada, sentía que me convencía más de que no era lo suficientemente buena, lista, capaz.
¿Cuántos ‘no’ hemos recibido en la vida?, ¿Cuántas veces nos han dicho directa o indirectamente que no somos suficientes? No somos suficientemente divertidas, no somos lo suficientemente inteligentes, no somos audaces y lo más grave, ¿cuántas veces lo hemos creído?
Volviendo a mi historia: lloré. Lloré varios días. Socialmente, hemos aprendido a minimizar las emociones visibles en los entornos profesionales. Llorar por una entrevista de trabajo “no se ve bien”. Se interpreta como debilidad, como falta de temple, como una señal de inmadurez emocional. Pero la verdad es que, muchas veces, no estamos llorando por la entrevista en sí. Estamos llorando porque, en ese instante, el rechazo duele.
Duele como un eco de todas las veces anteriores en que no nos sentimos suficientes, no nos eligieron o nos hicieron creer que no merecíamos aquello que anhelábamos. El rechazo no solo nos priva de una oportunidad externa: también toca la parte más íntima de nuestro ser, esa que se pregunta en silencio si acaso hay algo mal en nosotros y ese es un dolor difícil de mirar de frente y mucho más de exponer ante los demás.
Porque mostrar dolor frente a otros implica una sensación de humillación, de quedar expuestos en nuestra herida más profunda: la de no haber sido aceptados, vistos o valorados como esperábamos. Y sin embargo, aunque nos cueste aceptarlo, llorar también es una forma de coraje. Es atreverse a reconocer que algo nos importaba, que teníamos ilusión, que invertimos un pedazo auténtico de nosotros mismos en ese intento. Es aceptar que somos humanos, que sentir tristeza no nos resta valor, ni talento, ni dignidad.
La vulnerabilidad no es el opuesto de la fuerza: es su raíz más profunda. En un mundo que nos exige dureza como sinónimo de éxito, permitirse sentir el dolor del rechazo y procesarlo con honestidad es un acto de resiliencia. Porque quién puede sostenerse en medio del dolor sin negarlo, sin esconderlo, sin avergonzarse de él, también es quien podrá levantarse con una fuerza más genuina, más sabia y más propia.
Hoy puedo decir que esa experiencia fue una de las mejores situaciones que he vivido.
Como lo menciona un gran amigo, “la seguridad en uno mismo no es lineal” y entiendo que se refiere a algo que varía dependiendo del contexto y del momento de la vida. Pero si la resiliencia tiene una raíz, es precisamente esa: levantarse cada vez más fuerte que la duda que te hizo caer. Descubrí entonces mi superpoder: conocerme tan profundamente que ninguna opinión externa pudiera definirme o lastimarme. Aunque, siendo honesta, no es algo que se domine para siempre: hay momentos en que algunas voces aún pueden hacerte dudar. Lo importante es reconocerlo, tenerlo claro, y sobre todo, trabajar en ti y en tu seguridad todos los días.
¿Por qué, entonces, nos cuesta tanto creer en nosotras mismas? ¿Por qué seguimos cediendo nuestro poder a la mirada externa? Uno de los mayores aprendizajes que podemos abrazar es este: desafiar la falta de confianza y convertirla en motor.
¿Pero cómo se logra? Como bien dijo Eleanor Roosevelt: “Ganas fuerza, valor y confianza en cada experiencia en la que realmente te detienes a mirar al miedo a la cara. Puedes decirte: Pasé por esto. Puedo enfrentar lo que venga después.”
Reconocer nuestras dudas no nos hace más débiles, nos hace más conscientes y en esa consciencia nace la verdadera fuerza. Ese “no” que recibí se convirtió en mi motor, me prometí demostrar (primero a mí misma) que era capaz, que tenía talento, que podía lograr todo lo que soñara.
Y hoy te lo digo a ti: puedes lograrlo, no porque todo sea fácil, sino porque eres capaz de resistir, de aprender y de volver a intentarlo. El verdadero éxito no está en no caer. Está en seguir creyendo en ti aun cuando hayas caído.
Silvia Aristizábal, vicepresidente de Recursos Humanos de Permoda