Opinión

El expreso del sol: el inolvidable viaje Bogotá-Santa Marta en tren

Nuestro columnista Diego Trujillo rememora esta experiencia, una de las más felices de su infancia

29 de noviembre de 2020
Diego Trujillo, actor.
Diego Trujillo, actor. | Foto: Esteban Vega La-Rotta

Por Diego Trujillo*

“Santa Marta, Santa Marta tiene tren, Santa Marta tiene tren, pero no tiene tranvía. Si no fuera por las olas, caramba, Santa Marta moriría ay ombe...”

Muchos seguramente habrán oído esta canción; lo que probablemente pocos sepan es que cuando su autor menciona el tranvía, en realidad no se refiere al medio de transporte sino a la vía del tren. Pero como esas tres palabras no encajaban en la estrofa, ni encontró un sinónimo que lo hiciera, resolvió crear un término anglohispano para referirse a la vía férrea y que sonara bien: Train-vía.

La canción hace referencia a una historia según la cual, a mediados del siglo XIX, el hacendado español Joaquín de Mier y Benítez, radicado en el departamento del Magdalena, trajo de Francia un tren para poder transportar más fácilmente sus cosechas de caña de azúcar y banano desde su hacienda hasta el puerto de Santa Marta.

Sin embargo, no logró obtener ni el permiso ni el apoyo económico del gobierno para construir la carrilera, de modo que del ambicioso proyecto solo quedó la famosa canción y más de 20 años de espera para que los samarios pudieran viajar de Santa Marta a Ciénaga en tren.

Luego vino la época maravillosa de los Ferrocarriles Nacionales que comunicaron los puertos de las principales ciudades costeras con el centro del país. Una de esas rutas fue el Expreso del Sol, que conectaba la gélida capital colombiana con las hermosas playas de Santa Marta y uno de sus privilegiados pasajeros fui yo.

Ese viaje puede ser uno de los recuerdos más bellos de mi infancia, y lamentablemente también uno de los más tristes; recordar ese alucinante recorrido de 1.000 kilómetros desde Bogotá a Santa Marta en un tren a vapor, es también estrellarse con la realidad de nuestra corrupción de marras, que terminó por devorar los ferrocarriles nacionales para siempre y nos condenó a integrar la vergonzosa lista de los pocos países en el mundo que no tienen un sistema ferroviario.

Cada vez que puedo viajo a La Samaria, como le dicen coloquialmente a la primera ciudad de Colombia –y también una de las más atrasadas– y cada vez que puedo viajo en carro porque me encanta manejar, recorrer nuestra exuberante geografía detrás de filas interminables de tractomulas desde Bogotá hasta el Alto del Trigo, y luego descender penosamente a Guaduas y alcanzar por fin la ruta del sol –que no pasa de ser un eclipse– para llegar por fin a la bella Santa Marta y comprobar que aunque no tenga ni tren ni Train-vía, aún no le roban las olas, ni la belleza de sus playas; la magia de la sierra nevada, la alegría de su gente.

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