Crónica
Ruido y desobediencia: así sobreviven los habitantes de la ‘otra’ Cartagena
Es en las calles donde miles de cartageneros de escasos recursos encuentran su forma de sobrevivir. En ellas trabajan, conviven, festejan. Ningún virus, por muy letal que sea, los desterrará de su espacio.
Por Rubén Álvarez*
Al principio, la noticia se sintió lejana. Después de tantos años oyendo hablar de enfermedades como el ébola, la gripe aviaria y la H1N1, los cartageneros creyeron que el covid-19 era tan solo un virus más. Uno de esos que sale en los telenoticieros, que se propaga en otros países, pero que nunca los afectaría. Sin embargo, a comienzos de marzo de 2020, llegó a Cartagena a bordo de un crucero. Una ciudadana inglesa de 85 años estaba contagiada y de inmediato fue recluida en una clínica. Las autoridades comenzaron a imponer restricciones. Ese mismo mes, después de transportar a unos turistas italianos, un taxista resultó contagiado. Su deceso fue el primero en Colombia.
Se necesitaron varias semanas para que buena parte de la población, especialmente la de los estratos con menos recursos, asimilara las recomendaciones. En las calles de sus barrios nunca faltó la policía motorizada alertando a los esquineros y a los parranderos de terrazas, quienes, en su ánimo de desobedecer, provocaban la llegada de camiones con más uniformados que terminaban decomisando equipos de sonido y silleterías, con todo y ocupantes.
Luego se impusieron los comparendos, que apagaron los festejos, pero solo por algunos días. De pronto resurgieron las redadas policiales, y la gente huía despavorida entre la penumbra arrabalera, para evitar un encerramiento o una multa impagable.
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¿Bioseguridad?
Muchos de ellos nunca obedecieron. Nunca tuvieron miedo. ¿Por qué habrían de sentirlo? La calle siempre ha sido su escenario de vida, el espacio donde resuelven la subsistencia, donde se conectan, se comunican y se divierten. Que las autoridades les ordenaran permanecer en sus casas y guardar distancias les parecía una imposición insensata, incomprensible, todo un exabrupto.
Ahí, en las calles, los malqueridos, negros y sin dinero, afinan el ingenio para rebuscarse la vida o convertirse en estrellas del arte de los puños, del baile o la producción musical. El roce de los cuerpos es su religión. La esquina y la tienda, sus templos. Es allí donde se sienten parte de algo.
Cuando a sus barrios llegaban los funcionarios oficiales para hablarles de la “tal bioseguridad”, ellos lo percibían como otra medida represiva. Pensaban que era una nueva forma de mantenerlos aún más alejados, pero ahora evitando que se convirtieran en un peligro social. Por eso no acatan las órdenes ni parecen tener miedo. Saben que ellos son una preocupación menor, que las autoridades están muy ocupadas con la recuperación de la industria turística, que amenaza con naufragar en las playas de Bocagrande y en las áreas insulares.
La nueva ‘normalidad’
Mientras las motos policiales recorrían las faldas de La Popa, las empresas del transporte público se quejaban de sus buses y busetas vacías. En las vías, los mototaxistas prestaban sus servicios sin chalecos identificadores o casco del parrillero, para no despertar sospechas.
El cierre parcial del mercado de Bazurto obligó a muchos vendedores a comprar o alquilar carretillas para luego inundar los barrios de hortalizas, frutas, carnes rojas y blancas, raíces y derivados lácteos. El sonido gangoso de los megáfonos se volvió parte del paisaje sonoro.
Los moteles hicieron sentir su inconformidad ante la ausencia de los amores clandestinos; ausencia que se tradujo en más desempleo. Lo mismo ocurrió en los comercios del centro histórico, donde muchos se vieron obligados a cerrar para siempre y unos pocos resistieron hasta que las autoridades aflojaron sus tenazas.
Las denuncias y los comparendos también impactaron las zonas ‘de los ricos’. La nostalgia por el festejo nocturno fue incontenible más de una vez, aunque en la mayoría de las ocasiones fueron celebraciones a puerta cerrada y con decibeles que no delataran el alivio de ciertas urgencias.
Los fines de semana, la soledad del centro sin turistas era pavorosa. El destierro de los picós en los solares de la fiesta populachera, lo parecía también. Desde las cuatro de la tarde en adelante, el único ruido era el de las motos de los domiciliarios. Pero, paulatinamente, el sol comenzó a resucitar.
Un día eliminaron el pico y cédula; luego, abrieron los almacenes. Y otro día, no uno cualquiera, la tarde que jugaba la selección Colombia, abrieron los estaderos de salsa y los santuarios de la champeta. La distancia y los tapabocas fueron la norma, aunque luego se infringían de forma inadvertida en cuanto los tragos enajenaban al fanático de las trompetas y los tambores.
Un fin de semana se habilitaron las playas, reaparecieron los turistas y algunos bares y restaurantes abrieron sus puertas con limitaciones de aforo.
Las busetas y los vehículos del Transcaribe comenzaron a recibir pasajeros, aunque menos de los que necesitan, al tiempo que las ‘estaciones’ de mototaxistas reaparecieron en las esquinas de la periferia. La nueva normalidad, dicen, puede oírse ya en las calles de Cartagena.
*Escritor, periodistadel diario ‘ElUniversal’. Nuestro invitado es autor de los libros Noticias de un poco de gente que nadie conoce, Crónicas de la región más invisible y Chela Ceballos, la musa que no se rindió, entre otros títulos.
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