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El último día de Luis Carlos Galán Sarmiento
Gloria Pachón de Galán, la periodista que compartió su vida con el prócer inmolado, acaba de lanzar "18 de agosto" , un libro de memorias en el que narra pormenores de su experiencia a su lado. SEMANA publica el capítulo crucial.
No quise hablarle de la manifestación de la noche. Él había escrito en su agenda, con un interrogante: “Siete de la noche ¿Soacha?”. Esperé que el compromiso político no estuviera en firme y pensé en no hablarle del tema para no producirle otro disgusto, como los días anteriores, cuando tratábamos el asunto de su seguridad. Por eso no le dije nada.
Aquí terminábamos un proceso difícil en el que mis reiteradas advertencias de los últimos días molestaban a Luis Carlos. Curiosamente esas palabras en su agenda, con el signo de interrogación, me llevaron a confiar en la cancelación, a última hora, del acto de esa noche.
Salí hacia el noticiero y allí, con Fernando y María del Rosario, hablamos de la sensación de inseguridad que se respiraba en el ambiente. Una vez terminada la revisión de las últimas noticias, nos sorprendió la de la muerte del coronel Valdemar Franklin Quintero, el comandante de la Policía de Antioquia, que semanas atrás había frustrado el atentado contra Luis Carlos en su visita a Medellín.
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Aterrorizada suspendí el trabajo, me despedí de los periodistas y cuando bajaba la escalera me detuvo Fernando: “Tengan mucho cuidado, no vayan mañana a esa manifestación en Villeta”. Efectivamente, al día siguiente, sábado, habría una concentración en esa localidad de Cundinamarca y el domingo 20 de agosto iríamos a Barranquilla al partido de fútbol de la Selección de Colombia contra Ecuador por la eliminatoria al Mundial de 1990 en Italia.
Gloria acompañó a su esposo en muchas ocasiones a lo largo de su carrera política. En la foto aparece con él en una manifestación en Soacha en 1982. Justo allí moriría asesinado algunos años después.
Regresé al apartamento y encontré a Luis Carlos hablando por teléfono con la familia del coronel Quintero y con las autoridades de Medellín. Ya era mediodía y él debía salir para el restaurante La Piazzetta de la calle 92, donde almorzaría con Diego Uribe Vargas y Yolanda Pulecio, organizadores de la manifestación en Soacha.(...)
La expectativa por la manifestación en el sur de la ciudad tenía a todo el mundo ocupado o inquieto.
Luis Carlos salió a cumplir su cita en el restaurante y pasada la una de la tarde recibí una llamada desde la Casa de Nariño en la que me informaron que el presidente Barco había ordenado enviar un automóvil blindado para la protección de Luis Carlos. Llamé al restaurante y le dije a Luis Carlos que disponíamos de un carro de color azul, marca Ford Crown Victoria. (...)
En la tarde, ya de regreso en el apartamento, de un momento a otro, de manera intempestiva, entró al salón el jefe de la escolta, Jacobo Torregrosa, haciendo gran escándalo sobre la manera eficiente y segura como se protegería al candidato en la manifestación de Soacha. Me llamó la atención que hablara en un tono tan alto, como si quisiera dejar constancias. En realidad, creo que en ese momento solo dos o tres personas me acompañaban, pero él gritaba como si hubiera mucha gente en la oficina. “Todo está listo, la Policía que estará en Soacha ocupará toda la plaza, tendremos pancartas; todo está listo, no hay de qué preocuparse”, dijo. Su actitud me pareció demasiado exagerada, especialmente porque minutos antes había tomado el teléfono en la pequeña oficina que utilizaba Luis Carlos y había sostenido una conversación con alguien en inglés, pero cortó cuando se dio cuenta de que Juan Lozano lo había escuchado.
Luis Carlos estaba en nuestra alcoba y subí a hablar con él. Lo vi cansado y con afán por el corto tiempo que quedaba para partir hacia Soacha.
–Voy a reposar un poco antes de irme. Despiértame por favor a las cinco, porque todavía tengo que hablar aquí abajo con la gente–.
Poco después de la muerte de Galán, la familia se trasladó a vivir en parís, donde permanecieron varios años. Editorial Planeta lanzó su libro la semana pasada.
Lo desperté a esa hora y mientras se preparaba hablamos un momento:
–¿Cómo te sientes? Has tenido unos días muy pesados–, le dije.
–Sí, pero hay que tener paciencia, ya no falta mucho–.
–¿Quieres que te acompañe a Soacha?–
–No vale la pena, mi amor, tú también has tenido mucho trabajo y puede resultar muy pesado para ti. Acuérdate que antes voy a saludar a Alfonso López Caballero en su sede, para apoyarlo en su campaña para el Senado–.
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Nuestro dormitorio tenía una ventana grande que traía el sol o el gris de los días lluviosos. A veces, él se paraba al frente para ver el panorama y comentarme su última preocupación. Y esa tarde, desde allí, respondió tácitamente las inquietudes que tuve una noche en Oxford en torno a las dudas que él mismo se planteaba frente al destino que había escogido para su vida:
–Hoy más que nunca estoy convencido de seguir adelante, tenemos que seguir adelante–.
Hizo una pausa, sonrió y dijo:
–Estoy tranquilo. En este momento no tengo nada pendiente–.
El comentario se refería en concreto a su hijo Luis Alfonso y a los proyectos que tenía en mente para su educación. En los últimos años lo había apoyado en su afición e interés por el ciclismo y ya pensaba en la universidad apropiada para sus estudios superiores.
Antes de despedirnos le hice la recomendación de siempre, segura de que no la atendería:
–No te expongas en un vehículo destapado–.
Y me convencí, como siempre, de que no obstante las evidencias y los temores, tampoco en esta oportunidad podría ocurrirle algo malo.
Nos dimos un beso, un beso de despedida desprovisto de cualquier sensación que no estuviera dentro de lo rutinario, como tratábamos de hacerlo cada vez que evitábamos reconocer un eventual peligro.
El funeral de Luis Carlos Galán fue una manifestación popular de dolor
Luego, Luis Carlos bajó a la pequeña oficina instalada en el primer piso del edificio, donde lo esperaban las personas más cercanas de la campaña, los escoltas, el nuevo jefe Jacobo Torregrosa y mi hijo Carlos Fernando, quien vio cómo este intentó usar uno de los chalecos antibalas que Luis Carlos quería llevar, adicional al que utilizó esa noche por primera vez.
Las dos horas que siguieron a la despedida de Luis Carlos las dediqué a pensar el recorrido que haría a partir de ese momento, hasta su llegada a la manifestación de Soacha. Calculé el tiempo que gastaría en la reunión con Alfonso López Caballero y cuánto duraría el desplazamiento hasta el extremo sur de la ciudad.
Deseché los pensamientos que me llevaban a revivir la angustia de mi mamá, a la espera de la cita de las siete de la noche para ver con mi papá la película Las nieves de Kilimanjaro en el Teatro María Luisa, la noche del 21 de marzo de 1953.
Con mis tres hijos resolvimos esperar mientras veíamos la telenovela Calamar, que transmitían a las ocho de la noche y era protagonizada por Carlos Muñoz. Justo en ese momento sonó el teléfono, contesté y era Lucy Páez, secretaria y principal asistente de Luis Carlos, quien dijo angustiada:
–Pongan la radio… hubo un tiroteo en la plaza de Soacha–.
“No puede ser”, pensé, a pesar de que lo había imaginado mil veces. El desconcierto me paralizó y no supe cómo actuar. En los minutos que siguieron, siempre atentos a la radio, alguien dijo que Luis Carlos estaba herido en un brazo, pero que no se trataba de nada grave. Dijeron en la radio que llevaban los heridos a la Clínica de la Caja Nacional de Previsión, Cajanal, en el barrio La Esmeralda.
Desde ese momento evité mirar a mis hijos a los ojos. Les dije que debíamos movernos.
–Vámonos en la patrulla–.
De algún lado salió la orden para que la patrulla de Policía que custodiaba nuestro edificio nos llevara y salimos con destino desconocido. Era una camioneta Renault 9, negra con blanco.
Llegamos a Cajanal y había mucha gente, además de periodistas y cámaras de televisión. Un camarógrafo se nos vino encima y Juan Manuel le dio un empujón para retirarlo. Encontramos dos o tres personas amigas, entre ellas a Alberto Zalamea. Nos quedamos de pie en la sala de urgencias, pegados al radioteléfono ante el anuncio de que pronto llegaría Luis Carlos. Esperamos un buen rato y apareció una ambulancia que traía a Pedro Nel Angulo y Santiago Cuervo, los dos escoltas heridos. No imaginamos que pocos días después se confirmaría la muerte no solo de Cuervo, sino del concejal de Soacha, Julio César Peñaloza, uno de los oferentes de la manifestación.
Los minutos pasaban y seguíamos sin saber qué le había ocurrido a Luis Carlos. Había total confusión, hablaban del Hospital de Bosa y del Hospital de Soacha. En esos momentos me preguntaba por qué razón, varias horas después de la primera noticia, aún no nos decían con exactitud dónde se encontraba él. Finalmente, el despachador de ambulancias recibió la comunicación: estaba en el hospital del barrio Kennedy, al suroccidente de Bogotá.
Nos dimos un beso, un beso de despedida desprovisto de cualquier sensación que no estuviera dentro de lo rutinario, como tratábamos de hacerlo cada vez que evitábamos reconocer un eventual peligro.
Salimos hacia allá, y comenzó un recorrido por calles y rincones totalmente desconocidos para mí. Los policías que nos acompañaban abrían paso esgrimiendo sus armas. En el trayecto, que se me hizo espantosamente interminable, mientras Juan Manuel, Claudio y Carlos Fernando me miraban sin decir nada, recordé de nuevo la espera de mi mamá la noche de la muerte de mi papá y mi propia experiencia al recibir esa noticia. Traté entonces de convencerme de que Luis Carlos estaría bien y que entre más tarde llegara, la ilusión de encontrarlo sano y salvo podría ser real.
Entramos al hospital y de nuevo recorrimos numerosos pasillos y al final una especie de sala de espera, donde estaba de pie el exministro Manuel Francisco Becerra, quien, según dijo, acababa de donar sangre para Luis Carlos.
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Minutos después apareció el director del hospital, vestido con ropa de quirófano, preguntando por la familia. Sin preámbulo alguno nos dijo: –Sentémonos–.
Nos sentamos y luego dijo, seco, con un profundo dolor reflejado en su rostro:
–No hay nada que hacer–. Sentí una sensación de rabia e incredulidad y respondí:
–¿¡Cómo así que no hay nada que hacer!?–
–No hay nada que hacer, falleció–.
No quise mirar a mis hijos. El médico me dijo que entrara a verlo. Me sentí atropellada. Entré y permanecí allí solo unos segundos viendo a Luis Carlos, sin poder aceptarlo. La pequeña sala se llenó de gente y nos condujeron al último piso, a la oficina del director del hospital. Juan Manuel se sentó al frente del escritorio, abrió uno de los cajones, sacó varias hojas de papel, pidió un esfero y se sentó a escribir. (...)
Apenas unos días antes estábamos recordando el triunfo obtenido en la última convención liberal, que aprobó la propuesta de Luis Carlos para la elección del candidato del Partido Liberal a la Presidencia de la República por medio de una consulta popular.
Lo que siguió de allí en adelante fue una sucesión de sentimientos e imágenes que por alguna razón no podía controlar; intentaba volver atrás en busca de una explicación a todo lo que estaba sucediendo, no obstante haberlo presentido e imaginado tantas veces.
Mi sobrina, Juana Uribe, llevó a mis hijos al apartamento y me quedé con Nohra Parra esperando a Luis Carlos para llevarlo al Capitolio a las cuatro de la mañana del sábado. En el Salón Elíptico de la Cámara de Representantes permaneció en cámara ardiente todo el día. Para mis hijos y para mí ese fue el momento más doloroso y extenuante: horas interminables en medio del saludo a cientos de personas que entraban y salían del recinto. No me di cuenta cuando Juan Manuel guardó en el bolsillo de la chaqueta de Luis Carlos la hoja de papel con el texto que había escrito en la oficina del director del Hospital de Kennedy.
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“En ese momento sonó el teléfono, contesté y era una Lucy Paéz, secretaria de Luis Carlos, quien dijo angustiada: pongan la radio. Hubo un tiroteo en Soacha.
Avanzada la noche y preocupada por las voces que se oían en el Capitolio en el sentido de que muerto Galán ya no debería haber consulta: “Hay que suspender la consulta, muerto Galán no debe haber consulta”. Les dije a mis hijos que nos fuéramos al apartamento a hablar de ese tema. Nos reunimos en el comedor y no podíamos entender cómo se podría liquidar no solo el triunfo de Luis Carlos, sino su batalla de tantos años por la democracia para el liberalismo y el Partido Liberal.
El asunto parecía algo banal, simple, sin importancia en medio de la tragedia que estábamos viviendo. Y, sin embargo, emocionalmente era el sentimiento que podía salvarnos en ese momento. La consulta, aprobada como símbolo del futuro que Luis Carlos esperaba para Colombia, tendría que ser una realidad. Esa era nuestra preocupación.
Las experiencias que Juan Manuel, Claudio y Carlos Fernando aún niños habían vivido al lado de su padre en los principales momentos de la campaña presidencial los había convertido en personas adultas capaces no solo de entender la esencia de la lucha de Luis Carlos, sino de compenetrarse con este doloroso momento en el que resultaba primordial defender su última victoria. Así fue mi conversación con ellos y por eso mencionamos el nombre de César Gaviria, el jefe de campaña, en quien por lo tanto recaía esta responsabilidad. Por eso les dije: “Gaviria tiene que salvar la consulta popular”.
Nos quedaba, sin embargo, una última prueba y sin darnos cuenta la luz del día nos obligó a movernos para una jornada tan imprevista como traumática. Nos recogieron en el automóvil azul. Llegamos al Congreso y en medio de una multitud alcancé a ver a uno de sus contradictores, Eduardo Mestre Sarmiento, que salía en ese momento del recinto.
"En ese momento sonó el teléfono, contesté y era Lucy Páez, secretaria y principal asistente de Luis Carlos, quien dijo angustiada: Pongan la radio… hubo un tiroteo en la plaza de Soacha".
La misa de réquiem fue realizada el domingo en la Catedral Primada y fue oficiada por el arzobispo de Bogotá, cardenal Mario Revollo Bravo. La Orquesta Filarmónica de Bogotá interpretó la misa de coronación de Mozart.
No fue posible que trasladaran a Luis Carlos en la carroza fúnebre porque la gente lo llevó en hombros hasta el Cementerio Central, mientras miles de personas gritaban “Justicia, Justicia”, y “La Morena de Durán asesinos de Galán”.
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Allí, al lado de los padres de Luis Carlos, de mi familia y de amigos personales y políticos, comenzó la ceremonia de la cual recuerdo las últimas palabras de Gabriel Rosas Vega, quien terminó con el lema de Luis Carlos: “Siempre adelante, ni un paso atrás y lo que fuere menester sea”.
Entre tanto, Juan Manuel sacó una hoja de papel que llevaba en el bolsillo y pidió un lápiz para tachar la misma frase de Gabriel Rosas, que él había incluido también en su discurso, y la reemplazó con un nuevo final, a mano. Entonces leyó las primeras palabras escritas en el hospital, cuando nos confirmaron la muerte de Luis Carlos: “Colombia acaba de perder su guía, su líder. Una vez más Colombia ve frustrada su esperanza de salir de esta hecatombe que solo ha traído sangre, lágrimas y dolor para todos los colombianos. Qué triste es ver cómo un hombre, como fue mi padre, que vivió, luchó y murió por Colombia, no haya podido lograr su ilusión y anhelo de ver al país en paz. Con sus instituciones modernizadas y fuertes. Qué vida tan pura y transparente. Qué honestidad única”.
El funeral de Luis Carlos Galán fue una manifestación popular de dolor.
Y continuó: “En estos momentos es cuando no logro entender lo que siento. Amo a Colombia y sé que los criminales que acabaron con la vida de mi padre no son colombianos. Y también sé que los narcotraficantes no son colombianos…”.
“El pueblo se levanta y pide justicia, le ruego a Dios que este sacrificio sirva por fin para que la sociedad reaccione… Mi padre no es un segundo Gaitán… Es Galán”. Agradeció: “En nombre de mi familia, la solidaridad que han tenido con nosotros el Gobierno y las autoridades”, y en seguida acudió a las palabras escritas allí mismo en el cementerio:
“(…) y quiero decirle al doctor César Gaviria, en nombre del pueblo y de mi familia, que en sus manos encomendamos las banderas de mi padre y que cuenta con nuestro respaldo para que sea el presidente que Colombia quería y necesitaba; salve usted a Colombia”. Fue tan grande mi sorpresa, que con la mirada le pregunté a Claudio y a Carlos Fernando: “¿Qué está diciendo Juan Manuel?”.